Anclado en el pasado
Roger Waters se ha hecho esperar, sin ninguna duda, aunque quizás, y una vez visto y oído el resultado de su nueva obra roquera tras un cuarto de siglo de espera, no hubiera hecho falta tanto para tan magros resultados. El que fuera bajista, creador de sonidos y glorioso compositor de Pink Floyd ha dado vida a una obra sobre la que parece revolotear viejas obsesiones, ya sea en forma de ansiedades infantiles, secuelas de la Segunda Guerra Mundial o, ya en tiempos contemporáneos, de los efectos nocivos de la televisión. Aunque en sus canciones haya también referencias más actuales como a Trump, cuando dice que “un papanatas llega a presidente” o cuando saca a colación la xenofobia, queda claro que las heridas de fondo son las que siguen marcando el argumentario del disco y, posiblemente, de su autor.
Cuando a lo anterior se suman ciertas afirmaciones chocanteirónicas, como en Deja vu donde afirma que habría hecho un mejor trabajo que Dios, o como en
Broken bones, donde critica nuestro apego a la riqueza (él, que sacó sus buenos réditos girando The
wall por todo el planeta). Y todo eso dicho y cantado con una suerte de pesar, de lamento, típica del que enfila el ocaso de su existencia, sin que la edad le haya reportado mayor sabiduría. El vestido musical, pese a la producción de Nigel Godrich (Radiohead, Beck), no destaca especialmente por su novedad, recordando en momentos a Pink Floyd (Bird in a
gale) y casi siempre al Waters de hace un cuarto de siglo.