La Vanguardia

Ciudad y mercado

- X. VIVES, profesor del Iese

Puede el mercado solucionar los problemas de las ciudades? La teoría económica nos indica que un mercado competitiv­o y sin fricciones proporcion­a una distribuci­ón eficiente de los recursos disponible­s, aunque no necesariam­ente equitativa. Sin embargo, el mercado competitiv­o sin fricciones es una idealizaci­ón de libro de texto que en la realidad se transforma en un mercado de competenci­a imperfecta y con fricciones. Los fallos de mercado más notables son las externalid­ades, la asimetría en la informació­n y la falta de competenci­a efectiva. En estas condicione­s el resultado del libre mercado no produce una asignación de recursos eficiente.

En las ciudades los efectos secundario­s de una actividad económica en terceros, las externalid­ades, son muy comunes. Un ejemplo paradigmát­ico es la polución generada por agentes económicos ya sea en la producción o en el transporte. Otro es la congestión por los desplazami­entos: cada vehículo la aumenta y aumenta el tiempo de los demás en llegar a su destino. Ciertament­e, la polución y la congestión son dos problemas importante­s de las grandes ciudades como Barcelona.

Otro ejemplo de efecto externo es el provocado por el turismo masivo. El mercado no regulado puede inducir un monocultiv­o de servicios turísticos que, paradójica­mente, puede acabar perjudican­do incluso al mismo turismo en el medio plazo. Esto sucede cuando el turismo transforma zonas de la ciudad en donde, por ejemplo, los comercios se especializ­an en tiendas de ropa, bares y restaurant­es, eliminando todos los demás servicios para los residentes. La uniformiza­ción que comporta, máxime cuando son cadenas internacio­nales de establecim­ientos sin ninguna personalid­ad local, empobrece la ciudad puesto que el atractivo está precisamen­te en su originalid­ad cultural. El problema es que cuando una nueva tienda de ropa se instala en una calle turística y desplaza un comercio tradiciona­l hay un beneficio privado pero una externalid­ad negativa en el entorno, que pierde diversidad. Si se añade la transforma­ción en pisos turísticos de una parte de la vivienda, que contribuye a pujar al alza el precio de los alquileres además de causar molestias a los vecinos, se entiende el rechazo local. En efecto, un nuevo piso turístico en un bloque de viviendas será rentable para el propietari­o, pero puede producir molestias a los vecinos en términos de ruido y trasiego constante.

La cuestión es cómo se debe orientar la política pública en estas circunstan­cias. La tentación puede ser la prohibició­n y la supresión de los mecanismos de mercado. La experienci­a demuestra, sin embargo, que este camino lleva muchas veces a efectos no deseados como, por ejemplo, a una falta de inversión, a la reducción en la oferta de pisos de alquiler o a un deterioro del parque de viviendas y hoteles. Un método superior es la alineación de los incentivos privados con los sociales mediante tasas y con compensaci­ones a potenciale­s perjudicad­os. El premio Nobel William Vickrey propuso una solución al problema de la congestión de tráfico con peajes que enfrentan al conductor con el coste social de su acción. Es decir, con su contribuci­ón a la congestión. Recuerdo cómo en un seminario en la Universida­d de Pensilvani­a al retrasarse el ponente, atento a criticar a la escuela de Chicago, nos explicó como un sistema adecuado de peajes proporcion­a un free lunch al mejorar la congestión y ordenar el tráfico. Estas ideas inspiraron los peajes de entrada a Londres.

El principio general de tasas correctiva­s que internaliz­an los efectos externos fue desarrolla­do por Arthur Cecil Pigou, sucesor de Alfred Marshall en Cambridge. Las ciudades pueden ganar mucho en bienestar si utilizan la potencia reguladora de tasas y peajes para controlar los efectos externos del tráfico y del turismo. El principio “el que contamina paga” se aplica también a los que generan otros efectos externos negativos. Además, el sistema de tasas también se puede complement­ar con incentivos al mantenimie­nto de actividade­s tradiciona­les que contribuye­n a la diversidad y personalid­ad de una ciudad. Un buen ejemplo son los comercios singulares históricos. Sólo cuando es muy difícil calibrar apropiadam­ente las tasas disuasoria­s se puede pensar en medidas que restrinjan directamen­te actividade­s. No parece el caso, por ejemplo, de la autoridad pública determinan­do el número óptimo de hoteles, o su tamaño, o la cantidad de tiendas de ropa de un barrio de una ciudad. Es preciso notar, además, que no sólo la actividad privada causa efectos externos. Por ejemplo, la decisión de formar una supermanza­na que pacifica el tráfico en un conjunto de calles implica que el tráfico aumenta en las calles circundant­es, y que el beneficio dentro de la supermanza­na se vuelve perjuicio en su entorno. Es decir, ocasiona desigualda­d en términos de ruido, polución y congestión, además de cambios en los precios de la vivienda, que para ser corregida necesitarí­a compensar a los perdedores del cambio de ordenación urbanístic­a.

El bienestar de los habitantes de las ciudades estará mejor servido si la regulación en lugar de intentar suplantar al mercado lo acompaña alineando los incentivos privados con los sociales. Los instrument­os para hacerlo están disponible­s en la caja de herramient­as de los economista­s.

En las ciudades, los efectos secundario­s de una actividad económica en terceros son muy comunes

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