A vueltas con el populismo

JOSÉ María Lassalle escribe en su libro Contra populismos (Debate), que se ha presentado en Barcelona, que una de las imágenes de este siglo es la de los empleados de Lehman Brothers abandonando con sus cajas las oficinas del templo de la prosperidad neoliberal tras el seísmo que supuso su bancarrota, el 15 de septiembre del 2008. La más difundida permite ver a un hombre en mangas de camisa llevando en la caja de cartón unas pocas pertenencias personales, mientras carga unos palos de golf a la espalda. Aquel ejecutivo lo tenía todo y se quedó sin nada. El pasivo de la cuarta entidad bancaria del país dejó un agujero de 430.000 millones de euros. Aquel día no sólo se hundió un banco (y a punto estuvo de saltar por los aires el sistema), sino sobre todo la confianza en el futuro. “Entonces –subraya Lassalle–, millones de europeos y norteamericanos tuvieron la prueba de su fragilidad y vulnerabilidad como miembros de las clases medias surgidas del optimismo global que conllevó la ilusión inmobiliaria de aquellos años”.

La ilusión estalló como una burbuja en la cara de las clases emergentes y sumió a sus protagonistas en la angustia. El miedo pasó a ser el motor de la historia, lo que llevó a muchos a los brazos del populismo en sus múltiples versiones. Gentes acomodadas se proletarizaron, dejaron de creer en el futuro y se sintieron engañadas por las instituciones que hasta entonces les habían ayudado a progresar. El Brexit y la victoria de Donald Trump no se entenderían sin estos antecedentes. La política se ha dejado arrastrar por las emociones, marginando a la razón. La mejora de la economía puede actuar como corrector del populismo. En Holanda o en Francia los partidos populistas han sido derrotados en las urnas. Pero es imprescindible cambiar la manera de hacer política y mejorar la calidad de la democracia. Y apartar el resentimiento, canalizar la indignación y controlar el miedo. El objetivo no es otro que preservar la libertad.