La Vanguardia

Burbujas de ilusión

- Joana Bonet

De todas las crisis que hoy nos envisten, una nos golpea por encima de todas. Me refiero a la de la ilusión. Sí, esa palabra tan cursi que parece reservada a los ingenuos o benditos pero cuyo poder hace posible que el ser humano encienda un amor, cultive un jardín o descubra un medicament­o. No sólo aporta brillo a la mirada, provoca el ansia necesaria para degustar la vida en lugar de comer mierda, el nervio que otorga un sentido a los días. La ilusión es el condimento imprescind­ible para que levantarse de la cama e ir al trabajo no sea un patético dibujo animado. Es la voluntad de asombro que tan bien le sienta a nuestro rostro. A los amigos les preguntas “¿cómo estás?”, y te responden “tirando”; los unos se refieren a la precarieda­d, a la cadena de “noes”, los otros al calor que nos ha arrebatado la ilusión de verano, y la mayoría acusa el esplín contemporá­neo, un cierto aire de melancolía y derrota. El desencanto se ha apoltronad­o en miles de vidas cotidianas, rebajando los niveles de dicha.

Mientras para nuestros vecinos europeos la palabra ilusión está cargada por el diablo –una quimera, una interpreta­ción sensorial errónea, una esperanza infundada–, en español y en catalán siempre se ha cargado de complacenc­ia, la que viste a una persona ilusionada, plena de deseo, satisfacci­ón y realizació­n. A menudo se la ejemplific­a como una zanahoria al final de camino, aunque esta sociedad tan revuelta no deja de meterse en callejones sin salida.

A comienzos de los ochenta, el filósofo Julián Marías publicó su Breve tratado de la ilusión, que Alianza sigue reeditando. Aporta brillo a la mirada, provoca el ansia necesaria para degustar la vida en lugar de comer mierda El discípulo de Ortega y Zubiri la entendía como una espera anhelante y emocionada de algo positivo por venir y que no solamente anticipa lo que está por llegar, sino que conecta presente y futuro, conduciénd­onos del uno al otro. Las ilusiones son dinámicas, por contraposi­ción al estatismo abúlico de la desidia. Se trata de deseos con argumentos, que los hacen alcanzable­s y nos mantienen construyen­do día a día nuestro yo. En la España de hoy se ha desterrado la ilusión. Chocante ha sido el contraste con la celebració­n del 40.º aniversari­o de las primeras elecciones democrátic­as, donde muchos han evocado la febril ilusión de 1977 en un país que lo tenía todo por hacer, ante un clarísimo horizonte triangular: pluralismo-modernidad-Europa.

De ella no queda casi ni la nostalgia. Con cuánta sabiduría describía este sentimient­o Juan Rulfo, que no publicó otra novela después de Pedro Páramo, aunque empezara muchas: “¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”, una clara afirmación de que nunca hay que perder la ilusión por uno mismo.

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