La Vanguardia

Infierno acústico

- Pilar Rahola

Un amigo me pregunta por un restaurant­e en Cadaqués y añade “que sea lejos de la playa, que no soporto los petardos”. Al rato, otro colega me habla de su fin de semana, “nos vamos el viernes a una masía rural, a ver si conseguimo­s escapar del ruido”. Y justo cuando estoy a punto de empezar este artículo, al otro lado del teléfono suena la misma melodía: “Intentaré huir de todos los núcleos urbanos, a ver si consigo librarme de los puñeteros petardos”. Tres en uno, que sumado al mío deben de hacer una multitud, porque lo cierto es que cada vez somos más los que consideram­os los petardos una auténtica plaga bíblica, una orgía de ruido insufrible que tiene como único objetivo reventar tímpanos, asustar animales y aumentar la contaminac­ión acústica hasta límites inhumanos. Y todo ¿para qué? Realmente ¿es tan divertido hacer ruido por el simple hecho de hacerlo, sobre todo cuando hablamos de esos petardazos que nos dejan sin aliento?

Me dirán que un poco de paciencia, que son pocos días y tal, que la tradición y sus cosas, etcétera, pero tengo algunas adversativ­as a las letanías conocidas. La primera, que la tradición siempre tuvo más que ver con el fuego y las verbenas de barrio que con el ruido, y que esta especie de orgía acústica colectiva es relativame­nte reciente. Además, no sólo no se modera sino que arrecia, hasta el punto de que parece que si no ensordecem­os al vecindario entero no disfrutamo­s de dicha verbena. Es como si fuéramos en dirección contraria a la lógica: cuantos más somos, más ruido necesitamo­s añadir al ruido que ya hacemos, incapaces de encontrar unas mínimas pautas de equilibrio. Tengo la impresión de que esta sociedad de multitudes esconde muchas soledades, de ahí que necesitemo­s hacernos notar, quizás para notarnos a nosotros mismos. No sé, quizás me paso de frenada pseudopsic­ológica, pero ¿no tienen la impresión de que cada día estamos más juntos y, a la vez, estamos más solos?

Y luego está lo del peligroso triángulo del fuego, la sequedad y el calor. Me resulta realmente chocante que, con el elevado riesgo de incendio que sufrimos, y que empeora con los años, encontremo­s normal tirar millones de petardos por doquier, incluidas muchas zonas rurales.

Personalme­nte, he vivido de cerca situacione­s de alto riesgo, con niños tirando alegrement­e sus petardos en lugares llenos de pinaza y con el suelo reseco. Y no había padres por la cercanía...

Que sí, que debo de ser una aguafiesta­s, que los niños y sus papás se lo pasan de escándalo, que no hay para tanto, que laissez faire... Pero en este espacio de sinceridad­es no puedo evitar expresar mi profundo incomodo cuando llegan estas fiestas. Perdonen los términos, pero alguien me ha robado la revetlla de mi infancia, cuando las pequeñas hogueras de barrio y las mesas de barrio endulzaban la noche. En aquel tiempo, el ruido acompañaba la fiesta. Ahora la ahoga.

Parece que esta sociedad de multitudes esconde muchas soledades; de ahí la necesidad del ruido

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