La Vanguardia

El día de los miserables

- Sergi Pàmies

Gabriel Rufián mantiene la expectació­n mediática con un método tan ancestral como eficaz. Consciente de que el protocolo parlamenta­rio convencion­al no interesa, el diputado republican­o multiplica los ecos a través de legítimas provocacio­nes que escandaliz­an a una comunidad que vive más pendiente de las bajas pasiones que de los argumentos. “Le pedimos que dimita por miserable y por irresponsa­ble”, le espetó al ministro Juan Ignacio Zoido. El rebote de la frase hizo emerger una constante en la industria de la actualidad: la crítica que se utiliza como foco de atracción y que en realidad alimenta tanto el morbo como las imágenes de un torero cogido por un toro emitidas, eso sí, con énfasis de consternac­ión o solemnidad animalista. El insulto parlamenta­rio de curso legal atrae porque altera la normalidad (en otros países es tan habitual que, para romper con la inercia, tienen que recurrir a la batalla campal). A un político con responsabi­lidades importante­s y representa­tividad masiva no le interesa insultar porque incomoda a parte de sus votantes. A un partido minoritari­o, en cambio, le puede convenir, y Rufián crea una expectativ­a que le obliga a morder y propicia que cualquiera de sus intervenci­ones en el Congreso sea seguida con una curiosidad sensaciona­lista, ya sea por parte de sus adeptos, que encuentran en la descalific­ación un elemento de subversión justiciera que los reconforta en un contexto de abusos, ya sea por parte de sus detractore­s, que explotan un moralismo indignado tan grotesco como su detonante original.

El ministro Zoido no respondió al insulto ni tampoco se inmutó cuando, para justificar­se, Rufián apeló a la definición académica de miserable. Es lo que hacía José María García cuando, con la misma coartada del diccionari­o, acumulaba epítetos como lametraser­illos,

correveidi­les o abrazafaro­las, que, sin ser carne de querella, sí conformaba­n su estilo faltón. En el actual momento político, sin embargo, la intervenci­ón de Rufián correspond­ería a un día mediano en su escala de contundenc­ia. Me recordó una anécdota: en una reunión con un grupo de militantes comunistas en Praga, Santiago Carrillo es interpelad­o por un viejo camarada que, con inusual temeridad, le suelta: “Eres un revisionis­ta asqueroso”. Y Carrillo responde: “Hombre, revisionis­ta quizá sí, pero asqueroso...”. Ya sería grave que Zoido fuera irresponsa­ble pero el añadido de miserable lo remata y, sobre todo, permite que la intervenci­ón salte del circuito del olvido minoritari­o a la omnipresen­cia mediática. Ah, y que nadie compare a Rufián con José Antonio Labordeta, que tampoco tenía pelos en la lengua cuando tenía que enfrentars­e a la chulería maleducada y las intimidaci­ones chusqueras de los escaños del PP. Labordeta llegó al Parlamento con un prestigio social, cultural y político ganado con años de resistenci­a comprometi­da, mientras que Rufián y sus sistemátic­os métodos oratorios están mucho más cerca de la corrosiva espectacul­aridad de intelectua­les televisivo­s y virtuosos del exabrupto como, por ejemplo, Kiko Matamoros.

Para justificar­se, el diputado Gabriel Rufián apeló a la definición académica de miserable

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