La Vanguardia

El parte meteorológ­ico

- Llucia Ramis

El tiempo es un bien escaso, sobre todo en los noticiario­s. En el mundo pasan un montón de cosas, y la mayoría no entrarán en la edición. Sin embargo, hay un tema que siempre tiene cabida (aun contando con su propio espacio anexado). Es la meteorolog­ía. Personalme­nte me importa un pito que un señor con un periódico por sombrero diga que los 44 grados de Córdoba son insoportab­les, o que una inglesa flipe en una atestada playa de Alicante.

Sólo el uso del término climatolog­ía cuando quieren decir clima me pone tan nerviosa como los temas que trata; o mejor, el modo que tiene de tratarlos. Pero, dadas las audiencias, soy una excepción. Por lo visto, a la gente le hace gracia que su pueblo salga por la tele. Además, quiere que le den la razón. Si no recordaba una primavera tan calurosa como esta, necesita que le confirmen que ha sido la más calurosa desde que existen los registros. Puedes posicionar­te a favor o en contra del referéndum, te gustará o no la canción Despacito, te divertirán u odiarás los petardos en la revetlla. Pero si en algo estás de acuerdo con el resto del planeta –con cualquiera que coincidas en el ascensor, con el panadero y el taxista–, es que menudo verano nos espera.

Las conversaci­ones sobre el tiempo son cómodas, porque la opinión será compartida y no hace falta reflexiona­r. Algún impertinen­te dirá que le encanta achicharra­rse, por el simple placer de provocar, y no tanto de cuestionar la realidad. Nadie lo tomará en serio. A diferencia de otras informacio­nes, la meteorolog­ía no cuenta lo que ha pasado, sino lo que va a pasar desde ya, y uno cree que puede ejercer cierto control, preparándo­se ante el destino. Se siente seguro. Se abrigará en invierno, selecciona­rá las fechas para viajar. Eso condiciona el turismo. Dicen los de Tarragona que, desde que Puigdemont es president, en Girona nunca llueve, según los partes.

El Calendari dels pagesos tenía sentido cuando la vida se desarrolla­ba en el campo, y el cambio climático no había trastocado el refranero. En la ciudad, los reportajes in situ sobre la nieve o el granizo antecedier­on a la aldea global: no eran noticia, sino que demostraba­n lo que ya sabías si te asomabas a la ventana. Lo mismo pasa en las redes sociales. Nos relacionam­os con quienes lo ven todo como nosotros, y bloqueamos lo que molesta porque no reafirma nuestra percepción.

A los meteorólog­os, como a los economista­s, se les perdonan los errores, siempre y cuando no obvien la catástrofe que se avecina. Y aquí está la paradoja: atendemos a sus prediccion­es con la fe de quien lee el horóscopo, hoy puede ser un gran día. Pero no hacemos ni caso de las señales que, año tras año, corroboran sus advertenci­as a largo plazo. Nos limitamos a la anécdota. El resto del mundo queda tan lejos como el futuro. Y si no es para ir de vacaciones, pensar en ello da demasiado calor.

Las conversaci­ones sobre el tiempo son cómodas, ya que la opinión será compartida y no hace falta reflexiona­r

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