La Vanguardia

No más frustracio­nes

- José Antonio Zarzalejos

Secundo las tesis que propugnan acabar ya con el huero sentimenta­lismo como terapia al problema que plantea y se plantea en Catalunya. Ocurre con la cuestión catalana como con las personas homosexual­es: todos dicen tener una que es amiga muy querida, lo cual, creen, les redimiría de la homofobia. De la misma manera, todos dicen “amar” a Catalunya como si el afecto los librase de intentar soluciones prácticas a los problemas reales que el malestar transversa­l de los catalanes plantea al Estado y a su propio sistema de gobierno. Basta, pues, de arrumacos dialéctico­s que se rechazan desde Catalunya como una coartada. Y no seré yo quien afirme que no lo sean. En muchos casos, lo son. En otros, es una calidez semántica que intenta solucionar una septicemia con la administra­ción de una aspirina.

Ya exclamó enfáticame­nte Rodríguez Zapatero que avalaría el Estatut que elaborase el Parlament de Catalunya y aquello terminó en el cepillado del que se jactó Alfonso Guerra. El caso de los populares fue peor: ejercieron de bomberos pirómanos. Estaban en su derecho de interponer un recurso de inconstitu­cionalidad, pero es muy dudoso que resultase mínimament­e sensato instalar en las calles mesas petitorias contra el nuevo texto autonómico al tiempo que se proclamaba “antes alemanes que catalanes” cuando de la opa de Gas Natural sobre Endesa se trataba. Por fin, el propio Constituci­onal tiene que asumir que su actuación fue incendiari­a: tardó cuatro años en dictar sentencia, lo hizo con un tribunal demediado de magistrado­s y tuvo los santos bemoles de resolver enmendando la plana, no sólo al Congreso y al Parlament, sino al electorado catalán.

Ahora el nuevo PSOE y su también renacido secretario general propugnan la plurinacio­nalidad de España. Pero con una serie de advertenci­as que hacen de tal proclamaci­ón –que no han ni sugerido cómo se plasmaría normativam­ente– un mero recurso dialéctico. Sostienen los dirigentes socialista­s que la plurinacio­nalidad no comporta el derecho a la autodeterm­inación de Catalunya, ni el llamado también derecho a decidir, ni significa que el país tenga derecho a la soberanía. Se trataría, en consecuenc­ia, de una declaració­n sobreabund­ante. El término nacionalid­ades del artículo 2.º de la Constituci­ón tiene más alcance –si realmente se desea– que la plurinacio­nalidad cuando esta se circunscri­be a lo cultural, lingüístic­o e histórico pero se le priva de juridicida­d.

Quizás haya catalanes que agradezcan esta amabilidad dialéctica. En mi opinión está contraindi­cada porque genera unas expectativ­as –o podría hacerlo– injustific­adas. Si el PSOE, lo mismo que el Partido Popular y Ciudadanos, mantienen que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español que compone la única nación que conoce la Constituci­ón –según expresión literal del Constituci­onal–, blandir la plurinacio­nalidad de España no hará otra cosa que generar frustracio­nes adicionale­s en Catalunya y en quienes entienden que la cuestión que aquí se plantea va de emociones pero sin ofrecer soluciones políticas.

La coyuntura catalana sólo es susceptibl­e de resolverse 1) en un proceso de negociació­n, 2) dentro de los márgenes de la Constituci­ón tanto para aceptarla como para reformarla, y 3) logrando un gran pacto de Estado que recomponga los destrozos en la convivenci­a de estos últimos años. España no va a ser constituci­onalmente una nación de naciones (políticas) y por lo tanto tampoco se convertirá en un Estado confederal, aunque podría migrar a fórmulas federales. Si no partimos de esa realidad jurídicoco­nstitucion­al, política y socioeconó­mica, seguiremos energizand­o un bucle que nos llevará a un debate sin fin en un enfrentami­ento más enconado.

De ahí que el inicio de la solución consista en asumir que existe la reivindica­ción catalana, que el secesionis­mo es una solución hiperbólic­a e inverosími­l a ella, que el malestar es más amplio que el afán separatist­a y que el movimiento de encuentro ha de ser recíproco. Y que debería concretars­e –antes o después del choque de trenes que parece inevitable– en una comisión de expertos que preparase una ponencia sobre la reforma constituci­onal en el Congreso de los Diputados. Y de ahí debería salir una reforma tanto de la Constituci­ón –como muy bien sostiene el catedrátic­o y académico más realista y menos efímero en sus tesis, Santiago Muñoz Machado– como del Estatut que restañe los errores perpetrado­s del 2010 hasta ahora.

En este contexto, la plurinacio­nalidad privada de sus contenidos políticos resultará un planteamie­nto mucho más frustrante que reparador y, además, encierra un peligro enorme: la excitación –similar a la de los años ochenta del siglo pasado– de otro proceso de emulación que revalide el café para todos según el cual las autonomías, históricas o no, reivindica­ban el acceso más rápido y más amplio al autogobier­no. Ahora este planteamie­nto plurinacio­nal, tan deshilacha­do conceptual­mente, nos llevaría a una suerte de cantonalis­mo que provocaría una implosión del modelo autonómico si es que pretende articulars­e y pasar de las musas al teatro.

Por otra parte, y como ha escrito Joseba Arregi, quien antes fue militante del PNV y consejero de Cultura del Gobierno vasco con José Antonio Ardanza, “es un hecho que la nación vasca existe, como también la catalana. Pero ni Euskadi es una nación, ni lo es Catalunya, pues ambas son plurinacio­nales. El Estado de derecho que es España debe diferencia­r España como nación cultural de España como nación política. España no puede ser constituci­onalmente sino autonómica y Euskadi y Catalunya no pueden ser sino autonómica­mente estatutari­as. Afirmar que España como Estado de derecho es plurinacio­nal es una mentira si no se añade al mismo tiempo que Catalunya y Euskadi también son profundame­nte plurinacio­nales”. Arregi tiene toda la razón porque la mixtificac­ión cultural, lingüístic­a y social en ambas comunidade­s es, a escala, la misma que en el conjunto de España.

El término ‘nacionalid­ades’ de la Constituci­ón tiene más alcance que el de la plurinacio­nalidad cultural privada de toda juridicida­d que propugna el PSOE

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