Tempestad sobre Barcelona
Es poco recomendable atribuir a una única causa o explicación el dramático problema de vivienda, en el sentido más amplio –desde el precio de los alquileres hasta la invasión turística–, que atenaza a la ciudad de Barcelona. Una parte significativa de la población de la ciudad, y cada vez más de segmentos de su corona metropolitana, siente que está perdiendo el acceso a una vivienda digna y teme verse desplazada lejos de su barrio o de su centro de trabajo.
La manguera de la globalización ha puesto desde hace años su punto de mira sobre la capital catalana. Las cifras de visitantes y de inversiones vinculadas o derivadas del turismo y el inmobiliario han alcanzado el punto de saturación y reclaman un cambio en la gestión política de la ciudad.
A los efectos más negativos de estar en el mapa se les suman otros problemas ampliamente analizados por economistas y expertos, como la escasa oferta de vivienda en una ciudad geográficamente acotada, el reducido parque de alquiler o la incertidumbre legal de los propietarios que alquilan (también sobre los que no lo hacen). La recuperación económica, con el aumento del empleo, habría elevado también la demanda de los residentes habituales en la ciudad, una presión sobre los precios inmobiliarios.
Habría que añadir que las élites locales, en línea con lo que ocurre globalmente y siguiendo la estela de los fondos e inversores internacionales que desembarcan en la ciudad, se alejan de las actividades económicas clásicas para refugiarse en la piedra, cuya rentabilidad quieren a su vez asegurar apostando por más presión turística, base del incremento de la demanda futura. Pero asimismo hay causas vinculadas con la crisis económica y la receta aplicada para recuperar la senda del crecimiento.
Primero, la llamada devaluación competitiva. Eufemismo que significa que la recuperación debe asentarse sobre una reducción de costes internos para hacer más competitivas las exportaciones.
El turismo y los servicios forman parte del paquete, pues su demanda también es exterior, pese a consumirse en el interior. Sus efectos son motivo de controversia todavía entre los expertos. Pero hay cierta coincidencia en señalar que la actividad turística ha sido una de las que más han aplicado esta medicina de reducción de los costes para obtener más beneficios.
Según los datos del servicio estadístico del Ayuntamiento de Barcelona, el salario anual promedio en el 2015 en la ciudad de Barcelona era 417 euros superior al del 2010. Pero 109 euros por debajo del que regía en el 2011. Sin embargo, en el caso de los trabajadores de la hostelería, la misma comparación arroja un saldo casi idéntico pero dolorosamente invertido, 409 euros menos al año entre el 2010 y el 2015. En términos de coste laboral, la misma fuente recoge que en el 2016, el promedio anual general en la ciudad estaba aún 42 euros mensuales por debajo del 2011. El salario mensual en el sector es ahora de unos 1.240 euros brutos, pagas incluidas. Kellys al margen.
En ese mismo periodo, el sector turístico ha dado un salto espectacular, pasando a ocupar directamente, solamente en el epígrafe de hostelería, sin incluir otros sectores directamente vinculados, más de 73.000 personas, el 8,1% de los afiliados a la Seguridad Social de la ciudad y casi 14.000 más que en el año 2012.
Durante estos años, como consecuencia de la caída de la demanda interna de los residentes habituales, diezmados por el desempleo y achuchados por la devaluación salarial, la economía local ha atendido preferentemente al visitante exterior, atraído por una combinación de bajo coste de vida y un entorno confortable, con escaparates lujosos y alta gastronomía. El tradicional comercio barcelonés languidecía, dejando cráteres comerciales bien visibles aún hoy en parte de la ciudad, mientras el glamuroso paseo de Gràcia se volcaba en el turista, alejándose del mirón y poco solvente paseante barcelonés. Un proceso que han vivido, pero de forma más paulatina, otras urbes que, además, no tenían el poso industrial y menestral de Barcelona.
Esa dinámica se ha trasladado a la vivienda. Además del especulador financiero, global y local, unas deprimidas clases medias, también populares, obtienen del alquiler turístico unos ingresos que ya no llegan ni del comercio ni de la industria. Al mismo tiempo, una parte relevante, afortunadamente no toda, del nuevo empleo que se genera en la ciudad, hijo de la devaluación interna, cobra salarios insoportablemente bajos con los que apenas alcanza para sus mínimos vitales. Y contempla impotente cómo turistas, profesionales emergentes de medio mundo y acaudalados inversores de la ciudad y del globo agravan sus penas ofreciendo fortunas para comprar o alquilar sus viviendas, mientras las estadísticas aseguran que la inflación es negativa. Las rentas inmobiliarias, los propietarios, son las beneficiarias del boom barcelonés.
Un fenómeno que, como ha explicado el economista Miquel Puig en estas mismas páginas, se fundamenta en gran parte sobre la venta de la ciudad, de su cultura, de su actividad, de su paisaje social, a un precio muy por debajo de su coste. El beneficio de unos lo paga toda la sociedad. Es como lo de Airbnb, pero a una escala mucho mayor, la de la gran ciudad. La empresa no se responsabiliza de nada; pero, como lamentablemente experimentamos, eso no significa que los costes no existan. Simplemente, los pagan otros. El resto de la sociedad .
La ciudad vive la tensión entre la demanda de la inversión y el empleo que crea la devaluación salarial