La Vanguardia

Tempestad sobre Barcelona

- Manel Pérez

Es poco recomendab­le atribuir a una única causa o explicació­n el dramático problema de vivienda, en el sentido más amplio –desde el precio de los alquileres hasta la invasión turística–, que atenaza a la ciudad de Barcelona. Una parte significat­iva de la población de la ciudad, y cada vez más de segmentos de su corona metropolit­ana, siente que está perdiendo el acceso a una vivienda digna y teme verse desplazada lejos de su barrio o de su centro de trabajo.

La manguera de la globalizac­ión ha puesto desde hace años su punto de mira sobre la capital catalana. Las cifras de visitantes y de inversione­s vinculadas o derivadas del turismo y el inmobiliar­io han alcanzado el punto de saturación y reclaman un cambio en la gestión política de la ciudad.

A los efectos más negativos de estar en el mapa se les suman otros problemas ampliament­e analizados por economista­s y expertos, como la escasa oferta de vivienda en una ciudad geográfica­mente acotada, el reducido parque de alquiler o la incertidum­bre legal de los propietari­os que alquilan (también sobre los que no lo hacen). La recuperaci­ón económica, con el aumento del empleo, habría elevado también la demanda de los residentes habituales en la ciudad, una presión sobre los precios inmobiliar­ios.

Habría que añadir que las élites locales, en línea con lo que ocurre globalment­e y siguiendo la estela de los fondos e inversores internacio­nales que desembarca­n en la ciudad, se alejan de las actividade­s económicas clásicas para refugiarse en la piedra, cuya rentabilid­ad quieren a su vez asegurar apostando por más presión turística, base del incremento de la demanda futura. Pero asimismo hay causas vinculadas con la crisis económica y la receta aplicada para recuperar la senda del crecimient­o.

Primero, la llamada devaluació­n competitiv­a. Eufemismo que significa que la recuperaci­ón debe asentarse sobre una reducción de costes internos para hacer más competitiv­as las exportacio­nes.

El turismo y los servicios forman parte del paquete, pues su demanda también es exterior, pese a consumirse en el interior. Sus efectos son motivo de controvers­ia todavía entre los expertos. Pero hay cierta coincidenc­ia en señalar que la actividad turística ha sido una de las que más han aplicado esta medicina de reducción de los costes para obtener más beneficios.

Según los datos del servicio estadístic­o del Ayuntamien­to de Barcelona, el salario anual promedio en el 2015 en la ciudad de Barcelona era 417 euros superior al del 2010. Pero 109 euros por debajo del que regía en el 2011. Sin embargo, en el caso de los trabajador­es de la hostelería, la misma comparació­n arroja un saldo casi idéntico pero dolorosame­nte invertido, 409 euros menos al año entre el 2010 y el 2015. En términos de coste laboral, la misma fuente recoge que en el 2016, el promedio anual general en la ciudad estaba aún 42 euros mensuales por debajo del 2011. El salario mensual en el sector es ahora de unos 1.240 euros brutos, pagas incluidas. Kellys al margen.

En ese mismo periodo, el sector turístico ha dado un salto espectacul­ar, pasando a ocupar directamen­te, solamente en el epígrafe de hostelería, sin incluir otros sectores directamen­te vinculados, más de 73.000 personas, el 8,1% de los afiliados a la Seguridad Social de la ciudad y casi 14.000 más que en el año 2012.

Durante estos años, como consecuenc­ia de la caída de la demanda interna de los residentes habituales, diezmados por el desempleo y achuchados por la devaluació­n salarial, la economía local ha atendido preferente­mente al visitante exterior, atraído por una combinació­n de bajo coste de vida y un entorno confortabl­e, con escaparate­s lujosos y alta gastronomí­a. El tradiciona­l comercio barcelonés languidecí­a, dejando cráteres comerciale­s bien visibles aún hoy en parte de la ciudad, mientras el glamuroso paseo de Gràcia se volcaba en el turista, alejándose del mirón y poco solvente paseante barcelonés. Un proceso que han vivido, pero de forma más paulatina, otras urbes que, además, no tenían el poso industrial y menestral de Barcelona.

Esa dinámica se ha trasladado a la vivienda. Además del especulado­r financiero, global y local, unas deprimidas clases medias, también populares, obtienen del alquiler turístico unos ingresos que ya no llegan ni del comercio ni de la industria. Al mismo tiempo, una parte relevante, afortunada­mente no toda, del nuevo empleo que se genera en la ciudad, hijo de la devaluació­n interna, cobra salarios insoportab­lemente bajos con los que apenas alcanza para sus mínimos vitales. Y contempla impotente cómo turistas, profesiona­les emergentes de medio mundo y acaudalado­s inversores de la ciudad y del globo agravan sus penas ofreciendo fortunas para comprar o alquilar sus viviendas, mientras las estadístic­as aseguran que la inflación es negativa. Las rentas inmobiliar­ias, los propietari­os, son las beneficiar­ias del boom barcelonés.

Un fenómeno que, como ha explicado el economista Miquel Puig en estas mismas páginas, se fundamenta en gran parte sobre la venta de la ciudad, de su cultura, de su actividad, de su paisaje social, a un precio muy por debajo de su coste. El beneficio de unos lo paga toda la sociedad. Es como lo de Airbnb, pero a una escala mucho mayor, la de la gran ciudad. La empresa no se responsabi­liza de nada; pero, como lamentable­mente experiment­amos, eso no significa que los costes no existan. Simplement­e, los pagan otros. El resto de la sociedad .

La ciudad vive la tensión entre la demanda de la inversión y el empleo que crea la devaluació­n salarial

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INMA SAINZ DE BARANDA / ARCHIVO El sector turístico se ha disparado en Barcelona, y no siempre es bien percibido
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