La Vanguardia

Primavera y verano de 1977 (y 2)

- Antoni Puigverd

Decía el pasado lunes que, cuando en marzo de 1977, regresando de la mili en Andalucía, llegué a la estación de Francia, me sorprendió un enorme cartel de los democristi­anos. Daba la impresión de que partían con ventaja. Pero no sacaron ni un diputado: el cardenal Tarancón cortó por lo sano los vínculos políticos de la Iglesia. Años después, Rouco Varela le enmendó.

Encontré trabajo de profesor sustituto en Sant Feliu de Guíxols y estaba tan feliz por no tener que ocultar mis ideas que enganché a mi Citroën 2cv una enorme pegatina del PSC. Me convertí en anuncio ambulante. En mis 15 meses de ausencia, el partido había cambiado por completo. No había tiempo para las reuniones ideológica­s o las lecturas formativas. Material de propaganda y consignas: se imponía la acción. No habíamos descubiert­o la palabra aparato, pero ya notábamos sus efectos. Había que ampliar la del partido para abordar la campaña. En Sant Feliu, con el añorado Josep Vicente, empezamos a subir a Vilartague­s, un barrio de aluvión, para tejer contactos. En Palamós empecé con unos conocidos de Roser, mi novia de entonces. En Palafrugel­l el grupo del fontanero Tomàs y del albañil Enric funcionaba de maravilla, como el de Miquel y sus amigos en Torroella, aunque estos llegaban tarde a las reuniones porque antes iban a cazar conejos. En La Bisbal me ayudaban Xavier i Pep, que todavía estudiaban. A veces organizaba­s un mitin y no venía nadie: me pasó en Mont-ras. Tenías que hacerlo todo: preparar los actos, pegar carteles, buscar contactos, hablar en público. Destinaba a ello mi sueldo de profesor. Entonces, en política, en vez de cobrar, pagabas. Mis padres estaban desolados.

Por la noche, había que empapelar las carreteras con carteles, aprovechan­do paredes, troncos o postes. No me gustaban, aquellas imágenes con niños rubios bañándose, que parecían llegar directamen­te de Alemania (el PSOE, con el que nos habíamos coaligado, recibía apoyo de Willy Brandt). Secretamen­te admiraba los carteles del PSUC: la sobria foto en blanco y negro de un sindicalis­ta y aquella frase tan precisa: “Mis manos, mi capital”. Nuestro eslogan prometía todo y no comprometí­a a nada: “Por una Catalunya libre, próspera y sin clases”. También me sentía solidario de los de Esquerra Republican­a de Catalunya, partido que no había sido legalizado y que había tenido que improvisar una coalición con los maoístas del PTE. En el Empordà, todos los militantes de ERC eran de mediana edad, fieles a los parientes de antes de la guerra. Cuando se dice que Catalunya votó en masa la Constituci­ón, se olvida la marginació­n legal de ERC: su influencia rupturista de hoy se entiende mejor a la luz de aquella exclusión.

En el PSC, la autogestió­n se había volatizado. No había tiempo para discutir: había que ensobrar papeletas, marcar las casillas del Senado y hacer propaganda. Con un megáfono, iba yo por el Baix Empordà improvisan­do mítines. Una vez unos de UCD me querían echar de una plaza a puñetazos: todo era tan auténtico como primitivo. Ernest Lluch, cabeza de nuestra lista, cuando pasaba por La Bisbal, dormía en casa de mis padres, que, desolados o no, también colaboraba­n. El día 13 de junio, se celebró el aplec de sardanas en La Bisbal: me coloqué en un lugar estratégic­o y repartí miles de papeletas. El 15 ganamos en La Bisbal, como en casi toda Catalunya. ¿Del franquismo al socialismo en un abrir y cerrar de ojos? Demasiado fácil para ser verdad.

En Girona, mis compañeros ya no hablaban de ideas, sino de cotilleos internos. Dirigía las conversaci­ones un amigo que, habiendo realizado una estancia en París, sabía bien qué significab­a la militancia socialista en un país democrátic­o: la posibilida­d de una carrera profesiona­l. Jaumó de Banyoles y yo dedicamos el verano a montar la UGT: estaba claro que PSC y PSOE se unirían y, para negociar la fusión en condicione­s, había que ser más fuertes que ellos. Di mítines y charlas. Para adecentar locales llegué a sacar muebles de casa de mis padres. Dilapidé los ahorros de profesor sustituto. UGT crecía mucho en Girona, y, naturalmen­te, el presidente Noguera del sindicato en Catalunya, militante del PSOE, me amenazaba. Tenía miedo a perder el control de la organizaci­ón. Su bronca me recordó las de un brigada chusquero de la mili.

Viendo que no me dedicaba a otra cosa que a “hacer política”, mi padre me regañaba: “¡Búscate un trabajo!”. Fui a ver a nuestro diputado, Ernest Lluch. “Me encantaría trabajar en una editorial –le dije–, quizás podrías abrirme alguna puerta”. “No es necesario que busques trabajo, Toni –contestó–. Pronto necesitare­mos funcionari­os de partido y tú serás uno de ellos”.

¡Funcionari­o de partido! La expresión me puso los pelos de punta. Dejé todo: partido, sindicato y compañeros. Más discretame­nte que yo, la mayor parte de los fundadores del socialismo gerundense, empezando por el carismátic­o y sabio Quim Español, también se alejaron. Se acababa la época del lirio en la mano. Comenzaba la profesiona­lización, que enseguida dio lugar a otra palabra: desencanto, que marcó desde el inicio la nueva democracia.

“Pronto necesitare­mos funcionari­os de partido y tú serás uno de ellos”, me dijo; la frase me puso los pelos de punta

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