La Cumbrecita salva la Tierra
La Cumbrecita parece Suiza, una postal de abetos, chalets y orden en el corazón de Argentina. Hoy es invierno allí, un invierno suave, que los argentinos atribuyen al veranito de San Juan y que ha elevado las temperaturas diez grados por encima de lo normal.
Hace 21 años, La Cumbrecita se convirtió en el primer pueblo peatonal del mundo. Ganó por unos pocos meses a Zermatt. La historia de cómo sucedió es el ejemplo de una pequeña comunidad que gracias a la iniciativa de un joven llegado de fuera adopta un modo de vida armónico con la naturaleza, cambiando el sistema económico y las relaciones sociales. También es la historia de las resistencias a este cambio que ahora afronta medio mundo a gran escala, una oposición salvaje que culminó un día con un hombre colocando una navaja en el cuello del joven universitario.
Hace unos días la BBC destacó la iniciativa de La Cumbrecita en la lucha contra el cambio climático. Si de verdad queremos evitar que la temperatura media de la Tierra no suba más de dos grados antes del 2025 –aspiración del acuerdo de París–, hemos de cambiar nuestros hábitos de vida y consumo sin más demora.
El joven que abrió el futuro en aquel rincón de la sierra cordobesa se llama Pablo Sgubini. A La Cumbrecita llegó recién licenciado de la universidad, con mochila y la melena larga. Viajaba con su novia (hoy su esposa), acampaban en cualquier parte, sin prisas ni rumbo fijo. Entonces el pueblo era un lugar empobrecido porque la agricultura y la madera habían dejado de ser rentables, ahogado por un turismo incipiente que desvirtuaba su identidad.
La memoria de los pioneros alemanes que lo fundaron en 1934 no se extendía más allá de la comarca. Sgubini hizo ver a aquellos argentinos de raíces centroeu- ropeas que la oportunidad estaba en la conservación y la sostenibilidad. Ellos escucharon y le pidieron un plan. Le dieron cuatro días y Sgubini, en su tienda de campaña, con un lápiz y un bloc de notas, redactó un proyecto para sacar los coches del pueblo, habilitando un aparcamiento a las afueras y adquiriendo unos carritos eléctricos para resolver la movilidad interior.
El pueblo apoyó el proyecto pero dejó en Sgubini la responsabilidad de conseguir los 100.000 dólares que requería el proyecto. Convenció a dos magnates, haciéndoles ver que serían unos vanguardistas a cambio de casi nada, y los coches salieron de La Cumbrecita.
El turismo se convirtió en la principal actividad económica y los perjudicados, los que se habían quedado atrás porque no vivían del turismo y necesitaban tener el coche en la puerta de casa, empezaron la guerra por su cuenta.
Sgubini sufrió acosos, igual que su esposa. Ignoró las amenazas y los insultos, incluso la navaja en el cuello, hasta que una tarde su hija regresó del colegio y el perro, que como de costumbre había ido a buscarla, llevaba una camiseta con más amenazas de muerte.
La marcha de Sgubini, sin embargo, no detuvo el proyecto. Hubo nuevos dirigentes municipales que lo intentaron, pero el pueblo, como demuestra una encuesta reciente, sabía dónde estaba su futuro. El 90% no sólo aprueba la peatonalización de hace 21 años, sino las políticas de reciclaje y sostenibilidad eléctrica que se adoptaron después.
A Sgubini, que hoy es responsable de turismo en un pueblo vecino llamado Villa General Belgrano, nadie le ha dado las gracias. La BBC tampoco fue a buscarlo y él, detrás de una pátina melancólica, explica que al menos ya puede pasear por La Cumbrecita y recibir el saludo de casi todo el pueblo.
La próxima semana el G-20 se reunirá en Hamburgo para hablar, por encima de todo, de libre comercio y cambio climático, y La Cumbrecita debería ser un referente. Ahora que el 97% de los científicos creen que el cambio climático lo causa el hombre y que, por tanto, el capitalismo y el sistema de producción que sostiene actúan en contra de los intereses del hombre y la Tierra, La Cumbrecita ofrece una salida, una manera de vincular el interés productivo a la protección del planeta.
Para alcanzar el objetivo de un calentamiento no superior a los dos grados antes del 2025, los países más ricos deben reducir sus emisiones en torno a un 10% anual, comprometiendo un crecimiento económico que se basa en la quema de combustibles fósiles. En consecuencia, la protección del libre comercio y del medio ambiente, como defienden los estados europeos, se antoja imposible.
Las medidas a favor del clima perjudican el capitalismo. El libre comercio, por ejemplo, alienta unas exportaciones que cargan la atmósfera de CO2, pero al mismo tiempo no podríamos vivir sin los productos que se fabrican en la otra punta del mundo, elevando el nivel de vida de la mayoría de la población mundial.
Es necesaria una transición a otro modelo económico. Lo exige nuestra existencia. La temperatura ha subido ya un grado y a nadie se le escapan las consecuencias. El verano se adelanta, sube la temperatura del agua del mar, las oleadas de calor son más largas e intensas.
No será nada fácil. A La Cumbrecita, donde apenas vive un millar de personas, le ha llevado 20 años. Pero lo ha conseguido.
El G-20 debería fijarse en este pueblo argentino, el primero en suprimir el coche