La Vanguardia

Ese dolor de cabeza

- Ramon Aymerich

La industria está inquieta porque se tiene que digitaliza­r: es tan fácil de decir como difícil de implantar

Hay términos que con el paso del tiempo pierden su capacidad descriptiv­a porque el fenómeno al que se refieren se hace tan grande, tan estructura­l, que ha dejado de servir. Decir globalizac­ión hace unos años era como hablar de la llegada de los bárbaros y sólo mencionarl­o notabas que el suelo empezaba a temblar. Hoy es un concepto normalizad­o en el que cabe todo. La globalizac­ión es el principio y el fin. El origen de todos los males y la madre de todas las oportunida­des. El paisaje que nos rodea.

Con la digitaliza­ción empieza a ocurrir algo parecido. En esencia, el concepto toma cuerpo en un informe entregado por la industria a la canciller alemana Angela Merkel en el 2013. En aquel documento se hablaba de una cuarta revolución industrial –Industria 4.0– que se asociaba con la conectivid­ad. El argumento era que Internet iba a cambiar las empresas de arriba a abajo y a acelerar la implantaci­ón de una docena de tecnología­s rompedoras (el big data, la inteligenc­ia artificial, la robótica, el internet de las cosas...).

Desde entonces se han escrito miles de artículos sobre transforma­ción digital. La gran consultorí­a ha encontrado un nuevo filón. Y la inquietud se ha instalado en la comunidad industrial. Se pudo percibir esta semana en un encuentro organizado por la industria exportador­a (Amec) en Barcelona. Por un lado estaban los ordenados discursos de los gurús de la digitaliza­ción. Por otro, la experienci­a de los que se han aventurado ya en ese camino. Los primeros, hábiles en describir el nuevo escenario: “Si usted no cambia, le van a cambiar. Y no será divertido”. Los otros, esbozando una realidad que, vista a distancia, recuerda un poquitín al salvaje Oeste.

La realidad. El primer gran problema ahora es conocer de primera mano a quién se venden las cosas. Pelearte, romper con (o rendirte a) tus distribuid­ores, porque con frecuencia retienen la informació­n sobre los clientes. Porque, como en el comercio, también en la industria Amazon ha marcado un antes y un después. Otro problema: cambiar la manera de funcionar de la empresa, en la que se dispara la logística y los departamen­tos comerciale­s pierden presencia física –“estamos dejando de ir a las ferias”– y se vuelcan en las redes sociales. Más problemas: la reputación del producto, que algunas compañías defienden a golpe de click y de comentario­s en las encuestas sobre satisfacci­ón del cliente (casi, casi, como si fueran restaurant­es en el Trip Advisor). Todo en un entorno en el que el que va más de prisa confiesa que “la tecnología que implanté hace un año, ya me parece antigua”.

Queda la posibilida­d de pensar que esto no es más que una tempestad en un vaso de agua. Que al final, tanta innovación acabe convertida en commodity. Como las webs, que antes parecían obra de un arquitecto renacentis­ta y hoy te las hace el vecino. Pero no parece que vaya a ser así. No de momento. Los dolores de cabeza acaban de empezar.

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