MR. MARSHALL NOS ENFRIÓ
Se dice que el plan Marshall pasó de largo para España en 1948. Esa circunstancia quedó plasmada muy gráficamente en la desternillante película Bienvenido Mr. Marshall, de Berlanga, estrenada cinco años después. Allí, el coche de los americanos pasa de largo del pueblo que lleva tiempo engalanándose para la ocasión confiando en que sus esfuerzos se verán recompensados con generosidad por la prodigalidad del amigo americano. España se habría visto castigada una vez más por su singularidad. Pero parece que la historia no fue exactamente así. Documentos americanos de la época que han ido desclasificándose parecen indicar que España nunca llegó a interesarse realmente por las ayudas económicas de miles de millones de dólares propuestas por el secretario de Estado norteamericano, George Marshall, y rubricadas por el presidente Truman. El motivo de la apatía del régimen franquista, que no andaba sobrado de dólares precisamente, habría sido que, para optar a las ayudas, se exigía el sometimiento a controles externos y la integración en una estructura de ámbito supranacional, por entonces llamada Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), precursora de la actual OCDE. Otros países que sí mostraron interés pero estaban detrás del incipiente telón de acero, como Polonia y Hungría, vieron cercenadas sus aspiraciones por el veto de la URSS, coincidencia que certifica que, de Madrid a Moscú, los extremos siempre se tocan.
No se dignaba visitarnos Mr. Marshall que, en cambio, sí había volado a Londres a finales del año anterior, para estrechar la mano (es un decir) de su homólogo soviético, Viacheslav Mólotov, e intentar frenar la que parecía inminente confrontación entre los que hasta hacía poco habían sido aliados en la guerra. Como el encuentro sólo sirvió para certificar que las posiciones entre Estados Unidos y la URSS estaban muy alejadas, 1948 vería hacerse realidad la profecía de Churchill formulada un par de años antes: “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, un telón de acero ha caído sobre el continente”. El Partido Comunista de Checoslovaquia dio un golpe de Estado en Praga, el llamado “febrero victorioso” y este país pasó al otro lado del telón de acero. Los europeos occidentales se pusieron manos a la obra para unirse en su defensa, con vistas a que una guerra no volviera a encontrarles desunidos. El 17 de marzo se firmaba el pacto de Bruselas, por el cual los países del Benelux, Francia y la Gran Bretaña se vinculaban en un acuerdo de defensa mutua. La guerra fría empezaba a ser una realidad.
Europa se enfriaba y Oriente Medio se calentaba. En la cálida y ribereña ciudad de Tel-Aviv, un puñado de irreductibles sionistas proclamaba la fundación del Estado de Israel en los territorios de Palestina coincidiendo con la expiración del mandato colonial británico. Lo hacían en un pequeño edificio del bulevar Rotschild, que viene a ser como la Rambla de Tel-Aviv. En su Museo de Arte, bajo la presidencia del retrato del barbudo Theodor Herzl, ideólogo del sionismo moderno a finales del XIX, se celebraba una ceremonia modesta, convocada con prisas y que incluso tuvo que adelantarse para no coincidir con el sabbat. La lectura de la declaración de independencia corrió a cargo de David Ben Gurión, activista judío desde su juventud en los muy antisemitas territorios de Polonia. A pesar de lo apresurado del evento, sus consecuencias iban a ser muy duraderas y difíciles para un Oriente Medio que, desde entonces, hace casi setenta años, nunca ha llegado a conocer una paz completa.