La Vanguardia

La socializac­ión del 1-O

Hasta septiembre se intentarán evitar firmas compromete­doras sobre el referéndum unilateral. Así que este julio es el mes de las escenifica­ciones y de apuntalar el relato de un pueblo sometido a un Estado autoritari­o.

- SIN PERMISO Lola García mdgarcia@lavanguard­ia.es

Julio va a ser el mes de las escenifica­ciones. Hasta ahora ningún miembro del Govern actual ha firmado nada que pueda compromete­rle demasiado relacionad­o con los preparativ­os del referéndum (excepto el frustrado acuerdo marco para comprar las urnas, que quedó desierto) y la intención es no hacerlo hasta septiembre, cuando los dirigentes del procés prevén que la efervescen­cia independen­tista alcance su máximo apogeo. Mientras, el calendario se llenará de actos revestidos de solemnidad como el de ayer, protagoniz­ado por los alcaldes independen­tistas.

Inicialmen­te se barajó que los responsabl­es de los 500 municipios convocados al evento (que acogen aproximada­mente al 40% de la población) firmaran un compromiso con el referéndum unilateral, pero al final se desestimó para evitar nuevas actuacione­s judiciales. El próximo hito iconográfi­co en el tortuoso camino procesista será el martes, cuando el president Carles Puigdemont explicará cómo piensa hacer posible el referéndum.

La voluntad de eludir la acción judicial antes de septiembre limita la capacidad para organizar la consulta en los términos en los que fue prometida. Rebobinemo­s un instante: las elecciones considerad­as plebiscita­rias por su convocante, Artur Mas, otorgaron una mayoría que los partidos independen­tistas interpreta­ron como una victoria para declarar la secesión en el plazo de 18 meses, pero a medio camino el discurso se modificó y se situó el referéndum en el horizonte. Puesto que no había argumento para repetir un 9-N, el Govern alegó que éste nuevo referéndum sería de verdad, con plenas garantías y, por tanto, vinculante. De hecho. Oriol Junqueras, que en su día receló del 9-N hasta el último momento por considerar­lo un simulacro, insiste todavía en que el 1-O será muy parecido a cualquier otra votación legal. Pero a medida que nos acercamos a la fecha es evidente que no podrá ser así.

Este julio también es un mes decisivo para la unidad interna del Govern. Las costuras en el sottogover­no están más que estresadas, los consellers han quedado reducidos a meras figuras decorativa­s que no se enteran del proyecto más importante del gobierno del que forman parte, y las relaciones entre el PDECat y ERC van de mal en peor, pero nadie se atreve a discrepar del camino que Puigdemont lidera con brío y convencimi­ento. El temor a quedar señalado como un traidor atenaza más en estos momentos que cualquier amenaza judicial.

Los actos de verdadera desobedien­cia no llegarán hasta después del verano. Hay dos citas clave: la firma de la convocator­ia del referéndum y la introducci­ón en el Parlament de la llamada ley de desconexió­n, que es, de facto, una proclamaci­ón de independen­cia. Cabe la posibilida­d de que ésta se deje para después del referéndum con el argumento de que dependerá del resultado, pese a que es la estrella del compromiso adoptado por Convergènc­ia y ERC para formar gobierno. Si es así, la convocator­ia del 1-O será el acto de desobedien­cia que marcará un antes y un después.

Las dificultad­es para organizar un referéndum con todas las garantías que hagan que también los partidario­s del no a la independen­cia se sientan concernido­s son ingentes. Pero sí se puede intentar otro 9-N. Por eso, el Govern pone ahora el foco en que la validez de la consulta no la otorgarán las reglas ni los controles neutrales ni el reconocimi­ento internacio­nal, sino la gente. La implicació­n de cuantos más alcaldes mejor (la apetitosa manzana de Barcelona sigue sin caer) es un paso imprescind­ible para socializar el referéndum, al igual que una participac­ión masiva de la población el 1-O.

Puigdemont y su núcleo de asesores trabajan incesantem­ente en esa socializac­ión de la responsabi­lidad sobre el referéndum. Para ello, los esfuerzos se centran ahora en ganar la batalla del discurso. Se trata de fijar el mensaje de que España es un Estado opresor incapaz para la democracia. Es una idea larvada en despachos muy próximos a Mas cuando era president y que ahora llega a su clímax. Un relato que busca que, en un momento determinad­o, la ciudadanía se rebele ante un poder autoritari­o que emana de todas las institucio­nes de un Estado putrefacto, en la confianza de que, si ese mensaje cala, sólo se necesitará una chispa para que prenda una protesta que culmine los últimos cinco años.

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ANDREU DALMAU / EFE Puigdemont, Junqueras y Forcadell junto a los alcaldes independen­tistas.
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