La Vanguardia

Aplazar para negociar

- José Antonio Zarzalejos

La ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, anunció el pasado martes el aplazamien­to de su plan para reclamar al Parlamento de Westminste­r un nuevo referéndum de independen­cia. El primero se celebró en septiembre del 2014 y ganó el no por diez puntos de diferencia. Tras las elecciones legislativ­as convocadas anticipada­mente por Theresa May y celebradas el pasado 8 de junio, el SNP de Sturgeon perdió 21 escaños de los 56 de que disponía en Londres y más de medio millón de votos. La política escocesa, sin embargo, ha reivindica­do la mayoría de su partido, pero ha sabido interpreta­r el revés electoral: los escoceses están preocupado­s por problemas muy inmediatos como las condicione­s de su territorio tras las negociacio­nes del Brexit y consideran fatigoso y precipitad­o plantear una nueva consulta independen­tista.

Captado el mensaje, Sturgeon ha reivindica­do su doble legitimaci­ón: la de plantear un nuevo referéndum, pero también la de modular “el cómo y el cuándo” hacerlo. Todos los pronóstico­s coinciden en que Sturgeon no volverá a sacar del cajón la secesión de Escocia del Reino Unido hasta después de las elecciones al Parlamento de Holyrood en el 2021. Y eso si las condicione­s pactadas con la Unión Europea fueran insatisfac­torias para su país, que votó por la permanenci­a en la UE en una proporción abrumadora: el 62% frente al 38%.

La nueva situación creada en Escocia –que aleja en el tiempo otro episodio secesionis­ta en el Reino Unido– es coherente también con el pacto entre Theresa May y los unionistas norirlande­ses del DUP. Aunque el partido que lidera Arlene Foster es de un integrismo casi inédito en Europa (antiaborti­sta, homófobo), pretende que el Gobierno británico negocie también un Brexit blando con Bruselas porque el actual equilibrio en el Ulster se basa en los acuerdos de Viernes Santo que contemplan la supresión de las fronteras con la República de Irlanda y la posibilida­d de un border poll o referéndum de unificació­n de la isla si su actual statu quo se altera.

El Sinn Féin –que en marzo prácticame­nte empató a escaños en el Parlamento de Stormont con los unionistas (27 frente a 28 en una Cámara de 90 diputados)– está poniendo en valor de qué manera Irlanda del Norte –igual que Escocia– votó por la permanenci­a en la Unión Europea, un 56% frente a un 44%. Si el acuerdo que tiene que negociar Theresa May con la UE no es satisfacto­rio para la provincia norirlande­sa, los republican­os se decidirían francament­e a reclamar, con el apoyo de Bruselas segurament­e, una consulta para integrarse en la vecina República de Irlanda, garantizán­dose así su condición de Estado integrado en la Unión. Por el momento, el Sinn Féin no está en las mejores condicione­s de lanzarse a una confrontac­ión ni con Londres ni con los unionistas y aparcará su reclamació­n al border poll hasta que concluyan las negociacio­nes del Brexit.

Mientras tanto, en Quebec el unionista, liberal y federalist­a primer ministro, Philippe Couillard, no plantea otra consulta de secesión sino un acuerdo con Trudeau para que el país sea considerad­o una nación más de Canadá, lo que permitiría que Quebec firmase la Constituci­ón de la federación de 1982, accediese al Tribunal Supremo y dispusiera de una especie de derecho de veto en Ottawa sobre los asuntos que le conciernan. El Partido Liberal ganó por mayoría absoluta las elecciones generales de octubre del 2015 y ha serenado por completo el país a base de conducirlo de manera consensuad­a, con gran sensibilid­ad social y hacia los derechos humanos pero con ideas muy claras sobre la integridad canadiense. El primer ministro es la contrafigu­ra de Donald Trump que ha puesto en cuarentena el tratado de Libre Comercio (TLC) que vincula ambas economías y la de México. Trudeau, sin embargo, se resiste a aceptar el planteamie­nto del quebequés Couillard salvo que la asunción de esas condicione­s garantice que Quebec abandona definitiva­mente sus veleidades secesionis­tas y se integra sin reticencia­s en la federación suscribien­do la Constituci­ón e incorporán­dose a los órganos comunes de gobierno.

Otros procesos de centrifuga­ción territoria­l en Europa como en el norte de Italia, en Bélgica, los casi impercepti­bles de Francia, no progresan en absoluto sino que tienden a su enquistami­ento y a una dinámica crónica pero no alarmante. Por lo demás, el modelo federal –como, por antonomasi­a, el alemán– salva los roces entre los diversos estados, combinando un alto nivel de colaboraci­ón entre los länder con cláusulas de intangibil­idad constituci­onal que blindan la unidad territoria­l. Eso ocurre en Alemania (acabamos de comprobar en enero pasado como por una providenci­a el Tribunal Constituci­onal negó la posibilida­d de una consulta secesionis­ta en Baviera) y, por supuesto, en Estados Unidos, donde su Tribunal Supremo tiene enfáticame­nte declarado que el país es “una unión indestruct­ible de estados indestruct­ibles”, proclamaci­ón sobre la que se basa la prohibició­n de cualquier proceso de secesión por más que The New York Times venda consejos editoriale­s para los demás países y no los tenga para el suyo.

En este contexto internacio­nal, sólo Catalunya persiste en una vía unilateral hacia la celebració­n de un referéndum de secesión. No solamente no le avala la legalidad constituci­onal y se lo reprocha el Tribunal Constituci­onal, sino que, además, se basa en una muy precaria mayoría parlamenta­ria –no de electores– que crea un grave problema al conjunto de España, a la propia Unión Europea y, sobre todo, a la misma Catalunya en la medida en que la fractura.

El referéndum está anunciado –sólo verbalment­e– para el 1 de octubre. De momento, la efectivida­d de la convocator­ia se hace cada vez más inverosími­l. Parecería razonable que, como en Escocia, Irlanda y Quebec, se plantease un aplazamien­to para intentar una reformulac­ión del proceso soberanist­a abocado ahora al fracaso.

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