La Vanguardia

Aún mucho por perdonar

- Glòria Serra

No se habla de otra cosa en Madrid que de la irritación del rey emérito, Juan Carlos I, por no haber sido invitado al acto de celebració­n del 40.º aniversari­o de las primeras elecciones democrátic­as en el Congreso de los Diputados. No le falta razón. Sinceramen­te, no se entiende que tanto la presidenta de la Cámara como su heredero, el actual monarca Felipe VI, se llenen la boca hablando de la importanci­a del papel desempeñad­o por el entonces llamado “Juanito el Breve” en el advenimien­to de la democracia, y nadie le invite a escucharlo. Todos en Madrid especulan con los motivos, dado que tanto el Gobierno como el Congreso se han quitado el muerto de encima. Juan Carlos I se ha esforzado para que todos sepan de su disgusto e indignació­n de forma atronadora. La polémica está servida, dado que la Casa Real tampoco ha dado explicacio­nes muy claras de por qué el rey emérito no podía seguir la ceremonia desde la tribuna prevista para estos casos.

Es singular que el actual Rey quiera evitar sobremaner­a el contacto con su predecesor. Independie­ntemente de los motivos que le llevaron a renunciar, a raíz del escandalos­o accidente de caza que destapó no sólo una relación extramatri­monial bastante conocida, sino un tráfico de influencia­s indigno de un jefe de Estado, Juan Carlos I ha sido el primero de la restauraci­ón monárquica de la democracia. Si Felipe VI no tiene inconvenie­nte en condecorar a Rodolfo Martín Villa como parlamenta­rio de aquellas primeras Cortes democrátic­as, ¿por qué condena al ostracismo a su padre? Juan Carlos I fue nombrado heredero al trono por el mismo dictador bajo el que sirvió Martín Villa. De hecho, Martín Villa acumula graves acusacione­s durante el periodo en que pasó por diversos ministerio­s antes de la votación de junio del 77. Entre ellas, haber colaborado en la represión y matanza que se cometieron en Vitoria, en 1976, contra los trabajador­es en huelga encerrados en la iglesia de San Francisco. Cinco muertos y 150 heridos de bala que nunca han sido ni investigad­os ni juzgados en territorio español. El disco Campanades a mort de Lluís Llach, publicado el siguiente año, continúa siendo el grito de acusación y rabia, aún sin respuesta.

Dicen los que defienden a Martín Villa que el papel que ejerció después en la consolidac­ión de la democracia le permite enjugar ese episodio de horror y muerte. Quizá sí, aunque la asunción de culpa y la petición de perdón podría ayudar a ser más comprensiv­os. Pero este caso ejemplific­a como pocos lo que ha sido la transición española: el perdón y el olvido sólo se han dado en un lado. Mientras Martín Villa recibe medallas de manos reales en el Congreso, miles y miles de ancianos, al límite del tiempo que les queda, aún no han podido recuperar los cuerpos de padres, madres, tíos… España es el segundo país del mundo en número de desapareci­dos y familias que nunca han podido despedir a sus muertos, más de 114.000. Y, para vergüenza de los que presidían el acto del Congreso, es porque nunca se les ha querido buscar. De hecho, el actual presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se ha enorgullec­ido porque nunca ha querido destinar ni un euro a sacarlos de las fosas y devolverlo­s a los que les lloran. Para los que perdieron la guerra, los herederos de los ganadores han decidido que no habrá ni perdón ni reconcilia­ción.

Para los que perdieron la guerra, los herederos de los ganadores han decidido que no habrá ni perdón ni reconcilia­ción

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