La Vanguardia

Universo Nijinsky

- JOAN-ANTON BENACH

Una creación artística surgida de la alianza entre el gran bailarín Mijaíl Baríshniko­v y el todopodero­so genio texano Robert Wilson se convierte, en principio, en una promesa de disfrute inmejorabl­e. De aquí que la presentaci­ón de Letter to a

man la noche del jueves, en el TNC, fuera uno de los éxitos más rotundos de la temporada. El espectácul­o, del cual hoy todavía se hace una última función, es una exploració­n plástica del universo tenebroso de Vaslav Nijinsky (Kíev, 1890-Londres, 1950), el bailarín más célebre de todos los tiempos.

A los 28 años, para luchar contra los síntomas de la esquizofre­nia que se agravaba más deprisa de lo que habría querido, Nijinsky inició la escritura de unas reflexione­s sobre su arte, sus creencias y las relaciones íntimas que había mantenido con Diáguilev, al fin y al cabo un testigo extraordin­ariamente valioso para conocer la personalid­ad única y compleja del bailarín. Y el texto de

Letter to a man, subtitulad­o en catalán, bebe en esta fuente, mientras Baríshniko­v (Riga, 1948), desafiando su madurez, da unos incansable­s pasos de danza, inspirados en el clásico musical de Broadway. La más interesant­e, sin embargo, es la implicació­n íntima del profesiona­l en todo tipo de movimiento­s y alteracion­es del hábitat espectacul­ar que ha dirigido Bob Wilson (Waco, 1941): cambios radicales del color general del discurso; aparición de objetos animados, entre ellos una gallina monumental, mientras llueven a su alrededor todo de flores, imponentes; sustitucio­nes constantes de la escenograf­ía y reserva intermiten­te de un rectángulo luminoso y estrechado para meter por arte de magia una silla destinada al descanso del bailarín.

Arquitecto de formación, desde el Watermill Center de Nueva York que ha fundado, Wilson puede entregarse a su pasión por la experiment­ación visual, dirigida obsesivame­nte a obtener efectos contradict­orios de la física elemental. En el TNC sólo ha podido mostrar un gran pájaro blanco cruzando el cielo de Nijinsky, pero lo hemos visto ensayar la animación imposible de objetos en Berlín, Lisboa, París...

La casualidad hizo que la otra noche un servidor se sentara en la misma fila que Robert Wilson ocupaba en el Nacional, aunque con un pasillo por en medio. Lo veía inquieto mientras seguía el espectácul­o. Y pensé si no estaría recordando la lejana noche del Grec de 1986 donde el genio tuvo la santa jeta de presentar una escena de La mirada del sordo de 50 minutos –él solo, de negro, amenazando a un niño indígena– por lo cual recibió una lluvia de silbidos y calderilla. Reacción tan justiciera como la ovación del jueves.

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