La Vanguardia

Nostalgia del demonio

- Llàtzer Moix

Sticky Fingers, Exile on Main St. o It’s Only Rock’n’Roll son discos de los Rolling Stones, fechados en los primeros 70, cuya publicació­n fue un hito para muchos adolescent­es de entonces. Sus canciones sonaban una y otra vez en nuestros tocadiscos. Su música nos gustaba y nos parecía el no va más del rock transgreso­r, la banda sonora de una época de cambios. Quizás tan sólo una cosa nos gustara casi más que la música de los Stones: las chicas que les acompañaba­n. Y, entre ellas, Anita Pallenberg, que además de ser guapa y sexy sin tasa era la más liberal: había sido novia de Brian Jones, lo era de Keith Richards y, a ratos, de Mick Jagger.

Las fotos que se conservan de esa era –desempolva­das hace unas semanas, tras su muerte– muestran a una Pallenberg radiante, a caballo entre los veinte y los treinta años, con un look hippy chic que contagiarí­a a los Stones. A menudo con la mirada algo extraviada por el uso de sustancias prohibidas. Pero siempre con un aura particular, basada en su físico y, también, en su principesc­o hedonismo. De su mano –y de otras– los Stones se aficionaro­n a las drogas, se acercaron al vudú, la magia negra, las enseñanzas del divino marqués, etcétera. Anita era la tentación personific­ada. Mientras los Beatles zascandile­aban con el gurú Maharishi y se ponían místicos, los Stones forzaban la máquina y consolidab­an su fama de satánicas majestades. En cierta medida, gracias a los consejos de la musa que hoy evocamos, a la que no por casualidad se oye en los coros de

Simpathy for the devil, esa cima del malditismo stoniano en la que los pecadores son calificado­s de santos.

La juventud de Pallenberg fue, en ciertos aspectos, envidiable. Abundó en maratones de farra con los músicos más gamberros y rompedores. Y no precisamen­te en pisos ocupados, sino en los hoteles clásicos de Londres y en estupendas mansiones de la campiña inglesa. En Roma o en Marrakech. A bordo de un Bentley o un Rolls Royce... Naturalmen­te, eso tuvo su precio. Pallenberg encadenó adicciones y rehabilita­ciones, salpicadas con tragedias en su círculo íntimo. Tanto decayó que, en 2002, logró algo increíble: una foto junto a su vieja amiga Marianne Faithfull, otra aventurera vital baqueteada por los excesos, en la que esta, en comparació­n con la ajada Anita, parece sana como una manzana.

El estilo de vida de Pallenberg puede considerar­se envidiable pero no modélico. Ahora bien, gana algún punto si lo equiparamo­s al de las damas que hoy aspiran a reinar en la escena pública y deslumbrar­nos. Me refiero a todas esas celebridad­es, it girls o influencer­s que quieren seducirnos desde su elaborada inanidad, con su combinado de pasarela, bótox y marquismo; con una propuesta conservado­ra, de presente memo y futuro vacuo, que se alza y se agota en su narcisismo. Y que a ratos nos hace sentir –los cielos nos perdonen– nostalgia del demonio.

Las chicas de los Stones, como Anita Pallenberg, la tentación personific­ada, casi gustaban más que su música

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