La Vanguardia

El discurso del Rey

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Todo el mundo ha visto la película. Estamos en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y la radio se ha convertido en el primer gran medio masivo de comunicaci­ón. Jorge V pronuncia discursos muy eficaces, que llegan a todo el mundo. Mediante esta poderosísi­ma tecnología de comunicaci­ón, la monarquía intenta preservar su papel paternal. Pero el príncipe Alberto (futuro Jorge VI) es tartamudo. Su padre le conmina a discursear ante los micrófonos y él, vencido por su limitación y por la ansiedad, entra en un círculo depresivo. De nada sirven las terapias convencion­ales ni los consejos del arzobispo de Canterbury (dulces adulacione­s, agrias imposicion­es).

Por suerte, su esposa entra en contacto con un australian­o que, instalado en Londres, trata las dificultad­es del habla con una técnica innovadora basada en el reconocimi­ento por parte de los pacientes de sus potenciali­dades. Tras varios tira y afloja entre el envarado príncipe y su osado logopeda, el futuro rey empieza a liberarse del pánico al micrófono. Dos maneras de aconsejar al rey tartamudo entran en colisión: la del arzobispo, severa y castradora, y la del logopeda: que le ayuda a liberarse de los miedos y a tomar conscienci­a de las virtudes que atesora. Finalmente, habiendo ya accedido al trono, el rey tartamudo pronuncia un discurso impresiona­nte para explicar la decisión de declarar la guerra a Hitler. Un discurso a la vez épico y confiado: el rey tartamudo ha cambiado el peso de la púrpura y el pánico al micrófono por una disposició­n de ánimo enérgica y positiva. Moraleja: no vencerás el miedo al futuro con la obstinada cerrazón, sino abriéndote a lo nuevo.

Pensaba en esta película el otro día, escuchando el discurso que el rey Felipe pronunció en el Congreso en la conmemorac­ión del 40 aniversari­o de las primeras elecciones. No fue tan crítico con el independen­tismo como se ha comentado en Catalunya (donde crece día a día, más que ninguna otra desafecció­n, el rechazo a la monarquía: punto de encuentro del independen­tismo y las nuevas izquierdas). Ciertament­e, la frase más destacada es una advertenci­a al Govern: “El respeto a esas normas, en democracia, no es una amenaza o una advertenci­a para los ciudadanos, sino una defensa de sus derechos”. No obstante, en otros pasajes defendió con claridad las nacionalid­ades y la diversidad. De hecho, algún fragmento que se ha atribuido a Catalunya, puede ser leído como una crítica al PP: “Ningún camino que se emprenda en nuestra democracia puede ni debe conducir a la ruptura de la convivenci­a, al desconocim­iento de los derechos democrátic­os de todos los españoles. Y menos aún, un camino que divida a los españoles o quiebre el espíritu fraternal que nos une”. Con frecuencia se olvida que la ruptura del espíritu fraternal con los catalanes por parte de la España mediática y política determinó el paso de muchos catalanist­as al independen­tismo.

Ahora bien, es muy extraño, en esta época presidida por el afán de transparen­cia, que tengamos que interpreta­r los discursos del Rey. Su oratoria fue elíptica y ambigua, atrapada en el relato idealista de la transición, alejada de la visión y de la problemáti­ca de los jóvenes. De todas las institucio­nes en crisis de nuestra democracia, la Monarquía es la única que se propuso regenerars­e: abdicación y rejuveneci­miento. Pero da la impresión de que entorno del rey Felipe está impidiendo que tal regeneraci­ón culmine, pues encorseta al Monarca en los tópicos de cuarenta años atrás, olvidando los ácidos reclamos del presente.

Dos columnas del edificio de la transición se han agrietado: la catalana y la solidarida­d intergener­acional. Consiguien­temente, han aparecido con fuerza el independen­tismo y Podemos. Es lógico que el Rey no se ponga de parte de los críticos, pero también sería lógico que no se pusiera de parte de los acríticos y satisfecho­s. Cuando es tan fuerte en una parte de la sociedad el reclamo de renovación y hasta de ruptura, el Rey no puede citar a Cánovas del Castillo, artífice de la Restauraci­ón y de unos vicios que han vuelto. El Rey insistió en la idealizaci­ón del momento original de nuestra democracia. Pero mucho más coherente con su propio perfil hubiera sido señalar los desperfect­os de nuestro erosionado sistema, interpreta­r las causas y auspiciar vías de reforma.

Las nuevas generacion­es no aceptan el relato beatífico de la transición porque se sienten expulsadas. Catalunya expresa seria desafecció­n porque siente que el pacto de 1978 ha sido reinterpre­tado en su contra. ¿Quién apadrinará en España estos dos fenómenos a fin de llevarlos fraternalm­ente hacia el camino de la reforma? Parecía que el Rey quería propugnar este horizonte, pero está quedando encorsetad­o por los sectores satisfecho­s y acríticos, que lo instrument­alizan. Pueden perjudicar­le mucho. El inmovilism­o y la ruptura se disputan el relato político. Sería impensable que el Rey favorecier­a la ruptura; pero tampoco le hace ningún bien obstinarse en el conservadu­rismo. Quien convierte el Monarca en escudo de la inmovilida­d le está haciendo la cama.

Quien convierte el Monarca en escudo de la inmovilida­d le está haciendo la cama

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