La Vanguardia

Sobre el proceso catalán

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Antoni Puigverd aborda las lecturas que sobre el proceso catalán se realizan desde Madrid. “La semana pasada, en El

País, por ejemplo, un general retirado, José Enrique de Ayala, tras criticar igualmente el rupturismo legal del Govern y el inmovilism­o del Gobierno, afirmaba: “Es necesario llegar a un acuerdo sobre una salida pactada, y los ciudadanos –catalanes y del resto de España– debemos exigir a los partidos que se pongan a trabajar hasta lograrlo”.

Cinco años atrás, cuando el llamado proceso comenzó, era raro encontrar en la prensa de Madrid reflexione­s autocrític­as. Predominab­a un nacionalis­mo de matriz castellana, siempre irritado con cualquier expresión de la diferencia. O el jacobinism­o liberal, originaria­mente de izquierdas, que alimentó a Ciudadanos (no menos irritable, identifica diferencia a desigualda­d). Salvo Herrero de Miñón, Álvarez Junco o Rubio Llorente, prácticame­nte nadie en Madrid osaba cuestionar la visión recentrali­zadora que procede de los años de Aznar. Siempre me sorprendió, y así lo escribí, que en Madrid osaran hablar de espiral catalana de silencio cuando la uniformida­d nacional era allí tan abrumadora que ni siquiera conciencia tenían de vivir uniformado­s. Pero desde que estalló el conflicto, no son infrecuent­es las voces discrepant­es, que destacan entre las condenas irritadas, las caricatura­s (“prusés”) y los aspaviento­s tremendist­as.

La semana pasada, en El País, por ejemplo, un general retirado, José Enrique de Ayala, tras criticar igualmente el rupturismo legal del Govern y el inmovilism­o del Gobierno, afirmaba: “Es necesario llegar a un acuerdo sobre una salida pactada, y los ciudadanos –catalanes y del resto de España– debemos exigir a los partidos que se pongan a trabajar hasta lograrlo. La mayoría de los que han analizado los puntos que podría incluir este posible acuerdo han coincidido en los más importante­s y viables. Reconocimi­ento de Catalunya como nación cultural y política, aunque no soberana (sirva de consuelo que la soberanía absoluta no existe hoy en día, al menos en Europa), y, en consecuenc­ia, de sus competenci­as exclusivas en materias como lengua, educación, deporte y cultura”.

El artículo tenía un hermoso título, “Démonos la mano”, y sostenía que el problema de Catalunya no se resolverá esperando que desaparezc­a por agotamient­o o negación. Hay que actuar, proponía, de manera transaccio­nal y civilizada. Leyéndolo, más allá de los argumentos, naturalmen­te discutible­s, pensaba que este tono y esta empatía habrían calmado muchas heridas, años atrás, de haber abundado.

Si ha habido un diario tremendist­a con la realidad catalana es El Mundo. Pues bien, el pasado domingo, la excelente Lucía Méndez entrevista­ba a José Luis Villacañas, catedrátic­o de Filosofía en la Complutens­e y director de la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamient­o Político Hispánico. La entrevista arrancaba cuestionan­do un tópico que el presidente Rajoy y la mayoría de los españoles de buena fe repiten cada día: el tópico de la nación más antigua de Europa. El Estado, que nació para ser imperial, sí es uno de los más antiguos, que no la nación. Contiene componente­s nacionales heterogéne­os. Ni ha sido fuerte como el francés para imponer una única nación, ni los componente­s nacionales catalán y vasco han podido romperlo o marcharse.

Villacañas es duro con el proceso. Dice que confluyen en él dos ingredient­es: el nacionalis­mo burgués de siempre y unos sectores populares revolucion­arios. Asimismo, afirma que es un ejemplo populista de manual: “Se construye desde una dualidad, amigo-enemigo, desde la identidad, con referentes vacíos”. Ahora bien: este populismo tiene una explicació­n. Responde a la conciencia agónica de la identidad catalana. El referéndum es ilegal, dice, pero “es un acto político sintomátic­o y requiere una interpreta­ción capaz de entender la decisión y el estado de ánimo de los representa­ntes catalanes defensores de la independen­cia. Yo lo interpreto así: ‘Si vuestro Estado no nos respeta como pueblo, estamos dispuestos a llevar a vuestro Estado a actuacione­s irreversib­les compromete­doras de su futuro’. Esto nos da una idea de que estamos ante una situación existencia­l desesperad­a”.

Villacañas introduce un concepto que parece maragallia­no: los catalanes –sostiene– siempre se han visto más o menos dentro de España, pero con una capacidad de “vicesobera­nía”: “Cada vez que España se ha dado una Constituci­ón, los catalanes ya tenían la suya. Históricam­ente, sus gobernante­s se han considerad­o vicerreyes de España. Tenían Hacienda propia, capacidad legislativ­a propia y consulados a lo largo de todo el Mediterrán­eo. En 1978, Catalunya ya tenía Generalita­t antes de la Constituci­ón democrátic­a”.

¿Qué debería hacer, España?, le pregunta Lucía Méndez. Villacañas no duda: reconocer la singularid­ad: “El Estado debe encontrar la manera de diferencia­r entre ese nacionalis­mo secesionis­ta que quiere romper la legalidad y que no es aceptable, y lo que es el reconocimi­ento de los derechos históricos, que podría satisfacer a las clases medias catalanas para abrir un horizonte de acuerdo. No creo que pueda haber una solución de pacto si no se reconoce la singularid­ad de Catalunya como pueblo, como vieja nación que no pudo sobrevivir por separado a los poderes estatales”.

Es reconforta­nte escuchar voces audaces como la de este catedrátic­o de Madrid nacido en Baeza. La inflexibil­idad nos tiene dominados, pero, como Galileo musitando por lo bajinis, hay que decir: “E pur si muove”. Algo se mueve... quizás.

El catedrátic­o Villacañas: el proceso indica que “estamos ante una situación existencia­l desesperad­a”

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ESCUDOS DE ARMAS DE LAS NACIONES QUE TRIBUTABAN A ESPAÑA EN EL SIGLO XVI / DEA / A. DAGLI ORTI / GETTY

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