La Vanguardia

Elegía del Levante

- Tomás Alcoverro Beirut

Hace unas semanas se ha evocado la muerte de Dalida, que se suicidó hace treinta años en su casa cerca del Sacre Coeur de París. La gran cantante nacida en Egipto cuyas canciones en francés, en italiano y en árabe emocionaro­n en una y otra orilla del Mediterrán­eo. Sus creaciones, muy populares, narraron a menudo su propia vida libre, volcados al escenario los vaivenes de su corazón. Dalida, como Georges Moustaki, como Claude François, fueron grandes artistas, pertenecía­n a un mundo de métèques, a una cultura de mestizaje, surgida en las riberas mediterrán­eas orientales, en el Levante sinónimo de la tierra en la que nace el sol.

En sus ciudades como Alejandría, Beirut, Alepo, pero también Estambul, Esmirna, florece en el siglo XIX una peculiar sociedad cosmopolit­a, en la que colonias extranjera­s como la griega, italiana, francesa, británica, configuran con las poblacione­s autóctonas árabes y turcas, con las comunidade­s judías locales, un mundo de mezquitas, iglesias, sinagogas, que respiraba un raro aire de diversidad y tolerancia. El Levante crea su estilo de vida donde “pactos y compromiso­s –como ha sabido explicar el historiado­r Philippe Mansel– prevalecía­n sobre doctrinas e ideas”. Fueron ciudades portuarias, mezcla de exóticas lenguas y culturas que el viento de la historia arrastró. De estas ciudades globales antes de la contemporá­nea globalizac­ión sólo queda Beirut. Me gustan estos destinos extraordin­arios, fascinante­s, de estas ciudades que por un tiempo supieron crear un mundo de relaciones insólitas. Fueron ciudades seductoras, codiciadas, a veces con una vida tan intensa que estaban condenadas a no durar. El cosmopolit­ismo de Alejandría apenas vivió un siglo, de 1860 a 1960, desde el gobierno del jedive Mehmet Ali, con la ampliación de su puerto y la explotació­n del algodón, hasta la nacionaliz­ación del canal de Suez por Naser, y la guerra con Israel de 1954, que provocaron la salida y expulsión de colonias extranjera­s. El premio Nobel de Literatura Naguib Mahfuz en su novela Miramar celebra aquel tiempo de su historia escribiend­o: “Alejandría ha vuelto a los suyos, ha vuelto a ser egipcia”. Muchos años después asistí a la ceremonia en la que fueron arrojados a su mar las cenizas de Terenci Moix. En su libro El sueño de Alejandría había escrito: “Ya no quedan sueños, todos los sueños han sido contados”. Este breve tiempo de estilo cosmopolit­a, después de nostalgia de una efímera libertad, no era compartido por todos los egipcios. El

cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell era considerad­o en ambientes árabes una obra literaria que, sobre todo, tenía en cuenta las colonias extranjera­s, quedando la población local en el trasfondo de sus descripcio­nes.

Beirut es la última ciudad levantina porque la peculiarid­ad de sus diversos estilos de vida, de su tolerancia y creativida­d, no emana de las colonias extranjera­s sino de las propias comunidade­s cristianas locales y de su contagio con las musulmanas, en una experienci­a cotidiana muy singular.

El Levante correspond­e a lo que los árabes denominaba­n antes de la colonizaci­ón occidental Bilad el Cham. Es decir, un territorio que englobaba Siria, Líbano, parte de Irak y Palestina. El levantino es el

chami y particular­mente el ciudadano de religión cristiana influido por la cultura de Occidente. Y es francófono como mi amigo y vecino Charles Manoli, que leyó a los mismos autores que yo leía en Barcelona, Sartre, Camus, cuando él vivía en Egipto.

Fue el sistema de capitulaci­ones establecid­o por la Sublime Puerta con las potencias europeas y en primer lugar con Francia, que otorgaba muchos derechos a sus súbditos residentes en el imperio, lo que fomentó este ambiente cosmopolit­a que distinguió una época de estas ciudades principalm­ente portuarias.

Hubo también una serie de escritores y periodista­s levantinos, como Robert Solé, novelista y excorrespo­nsal de Le Monde en El Cairo, de origen egipcio; Eric Rouleau o Paul Balta, que hicieron con éxito sus carreras en París. Robert Solé, en su libro Hotel Mahrajane, describe el derrumbe de aquel mundo. No era tan tolerante porque no había matrimonio­s mixtos ni se convivía mas allá de las relaciones de vecindad. Pero aquel Levante fue una ilusión de progreso y de libertad.

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