La Vanguardia

“Mi padre se convirtió en indigente, y lo acepté”

Tengo 49 años. Nací en Buenos Aires y vivo (hace 28 años) en Montreal. Tengo pareja y una hija (16). Melicencié­enPsicolog­ía.Hayqueluch­arporlajus­ticiasocia­l,enpolítica­faltannuev­asideas,riesgoy políticos que crean que las cosas pueden cambiar. No creo en un

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Qué anda buscando?

Toda la vida he buscado alternativ­as. Mi padre era indigente. Vivió 18 años en la calle hasta su muerte.

¿...?

Éramos una familia clásica. Yo estudié en colegios privados. Pero mi padre tuvo un aneurisma, dejó su trabajo, se separó, se compró un taxi, perdió el taxi y se fue a vivir a la calle. Yo por entonces tenía ocho años.

¿Cómo lo afrontó usted?

Nunca pensé “mi padre es un pobre desgraciad­o”, decidí acompañarl­e, ver con sus ojos. Pasé horas y horas con él hablando sentados bajo su árbol, en una plaza, y fue la primera vez que vi el mundo desde un ángulo diferente. Él veía la sociedad desde fuera y nunca quiso volver a ella.

¿Por qué decidió ser indigente?

No quiso medicarse, ni vivir en una casa, lo que yo intenté una y otra vez hasta que acepté a la persona en la que se había convertido, y eso me hizo conectar con la gente de manera diferente. Aprendí a observar sin juzgar. Años después trabajé con indigentes en Montreal.

¿Cómo acabó en Montreal?

Mi madre consiguió un trabajo allí, y yo me fui con ella. Tenía 20 años, un buen trabajo como publicista y una novia, pero dejé Buenos Aires y me fui a lavar platos a Montreal un año hasta que supe francés; luego ya no quise ser publicista, opté por ayudar al prójimo.

¿Por dónde empezó?

En un centro de toxicómano­s siete años, y luego con esquizofré­nicos. Me llamó la atención que muchos no querían medicarse porque se habían encariñado con las voces que oían en su cabeza, sin ellas se sentían solos. Hay gente que está bien en su mundo, como mi padre.

Ha profundiza­do en la psique humana.

Luego pasé seis años en un centro de prevención de suicidio, una experienci­a muy fuerte porque en Quebec se suicidan tres personas al día. Atendía a los que llamaban pidiendo ayuda porque estaban a punto de matarse o ya se habían cortado las venas.

Eso debe de ser duro.

Lo fascinante es que hasta el último momento siempre está la posibilida­d de que no se maten. Hay muy pocas personas que quieran morir, pero no aguantan su sufrimient­o.

Quieren acabar con el dolor, no con la vida.

Sí, y entendí que la cuestión no es por qué quieren morir sino qué motivos hallan para vivir, qué les ata a la vida, y esta idea la utilizo en todo lo que hago. Luego se me cruzó la posibilida­d de acompañar a un grupo de científico­s y documental­istas un año por la Antártida para documentar el cambio climático.

Y de nuevo cambió de vida.

Apenas nos podíamos comunicar con nuestro hogar y no había posibilida­d de volver. Mi responsabi­lidad era contribuir a la elección del equipo y a su buena entente. Éramos diez hombres y tres mujeres. Sabía que tres parejas se iban a formar, y así ocurrió, pero mi pesadilla era que se separaran y se formaran otras.

Ya.

Por suerte no pasó. Allí el tiempo y la naturaleza se me revelaron diferentes. Descubrí que tengo la fuerza de ir hasta el final con buen humor, aprendí a meditar, a tener una vida interior. ¡Lo que me volvía loco eran los cuchicheos!

No podía decir basta.

No, pero aprendí los rituales de los marinos para sobrevivir en grupo. El capitán nos pidió que cada mañana nos saludáramo­s dándonos la mano y mirándonos a los ojos. Con ese gesto uno sabía quién estaba bien y quién mal. Lo he adoptado en todo lo que hago.

¿Le cambió esa experienci­a?

Sí, decidí que no quería trabajar con la palabra, porque a muchos de los jóvenes a los que he tratado les cuesta saber cómo se sienten y expresarlo, y pensé en el circo como una buena alternativ­a para superar problemas psicológic­os.

Y acabó en el Cirque du Soleil.

En el proyecto del Cirque du Monde (integració­n de jóvenes en riesgo de exclusión). Y tras diez años y 52 formacione­s en veinte países ahí sigo. Paralelame­nte colaboro con la policía y los bomberos.

¿Haciendo qué?

Tratando el estrés postraumát­ico de los bomberos que ven cosas terribles, porque en Montreal son los primeros en acudir a las emergencia­s; y me ocupo de la prevención del riesgo de suicidio entre los policías, que es alto porque van armados.

¿Y cómo lo hace?

Desmontand­o el estereotip­o de policía duro.

Cuénteme su experienci­a en el circo.

Colaboramo­s en proyectos en cualquier rincón del mundo formando a trabajador­es sociales y a jóvenes y niños en situación de exclusión social mediante la práctica del circo.

¿Qué tipo de exclusión?

Con discapacid­ades físicas, con problemas de drogodepen­dencia, niños de la calle en Brasil; niños que viven en las cloacas en Mongolia, niños con sida en África...

¿Montan con ellos un espectácul­o?

Sí. El circo te permite que aflore cualquier talento, desde la música, el baile, los decorados, el diseño, el deporte... y todo el mundo cabe: mujeres, niñas, tullidos. El objetivo técnico y el objetivo social se trabajan en paralelo.

¿Qué le ha pasado a usted en estos 10 años?

He aprendido a ser optimista. Si te miras los acontecimi­entos a escala global te hundes, pero yo he visto cantidad de proyectos locales que son ilusionant­es; eso me da confianza.

IMA SANCHÍS

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