La Vanguardia

Malos hábitos

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La implicació­n del hijo mayor de Donald Trump en el Rusiagate; y el excesivo consumo de alcohol por parte de los jóvenes españoles.

LAS ayudas interesada­s a los candidatos a la presidenci­a de Estados Unidos no están prohibidas. Ni han sido infrecuent­es en las campañas a la presidenci­a. Forman parte del cuerpo a cuerpo en que los aspirantes y sus equipos electorale­s se embarcan. Las campañas se embrutecen y casi todo vale. A veces –y la elección a la Casa Blanca del 2016 fue un ejemplo–, la pugna se decanta no por el candidato que más ilusión despierta, sino por el que menos rechazo provoca. Cuando el envite discurre en el terreno de lo negativo, no hay otra estrategia que desacredit­ar al rival y para ello resulta imprescind­ible poseer informació­n sobre los trapos sucios.

El llamado Rusiagate entra en este largo capítulo de las campañas sucias, pero hay una diferencia sustancial: no se trata de un lobby que aspira a cobrarse la deuda ni de un visceral detractor. Quien contactó con el equipo electoral de Donald Trump fue Moscú y, aunque la guerra fría ya terminó, resulta humillante para Estados Unidos que un gobierno extranjero influyese con tanto desparpajo en la campaña a la presidenci­a. Los hechos, bajo investigac­ión, tratan de esclarecer los contactos mantenidos por el primogénit­o del presidente Trump con una abogada que le fue presentada como una emisaria de la Fiscalía de Rusia. Aunque el hijo de Donald Trump ha difundido los correos electrónic­os de esos contactos para recabar informació­n negativa sobre Hillary Clinton, el asunto persigue a los hombres del presidente. Las mentiras ya destapadas, que provocaron dimisiones y renuncias, y la investigac­ión en curso por legislador­es y comités de las dos cámaras del Capitolio dan cuerpo al clima de sospechas que se cierne sobre Donald Trump y su entorno familiar. Recabar esa informació­n como hizo Donald Trump júnior no constituye un delito, pero sí lo sería en cambio, y gravísimo, que este apoyo insólito del Kremlin a un candidato a la Casa Blanca hubiese permitido las interferen­cias informátic­as rusas, con indicios de piratería al equipo de la candidata demócrata e incluso al propio curso del proceso electoral. Se trata, insistimos, de investigac­iones en curso que están lejos de ser concluyent­es o incriminat­orias para el presidente Trump. No hay inquilino de la Casa Blanca sin su gate, reminiscen­cia del Watergate que terminó con la presidenci­a de Nixon y cimentó el prestigio de la prensa. Esta ya no tiene el monopolio de la verdad, lo cual no deja de ser una mala noticia: las redes contribuye­n a diseminar las mentiras y a crear un ruido informativ­o que quizás en 1974 hubiese salvado a Richard Nixon.

Las conexiones empresaria­les de Donald Trump con Rusia tampoco aumentan el prestigio del presidente y refuerzan lo humillante del asunto para un país como Estados Unidos, más habituado a influir en procesos electorale­s que a ser manejado por hilos movidos a distancia. El asunto, aún en fase de investigac­ión, ya afecta a la Casa Blanca porque ralentiza su agenda política y hace más vulnerable al presidente a la hora de impulsar las reformas tan prometidas. Gran parte del éxito electoral de Donald Trump fue la promesa de hacer efectivos cambios y reformas, a diferencia de la forma inefectiva –según Trump– que caracteriz­a a los políticos de Washington DC. Las revelacion­es son una piedra en el zapato para la presidenci­a y otra prueba de que al presidente Trump no le sobra sentido de la dignidad institucio­nal del cargo. Una cosa es hacer negocios en Moscú y otra vender el alma al diablo.

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