La Vanguardia

Una conversaci­ón

- Pilar Rahola

El hombre más sabio de Grecia aseguró que no sabía nada y, según los relatos de su discípulo, este fue el inicio del calvario que lo llevaría a la muerte. Platón lo explica en su obra Apología de Sócrates (necesaria, bella, deliciosa), donde nos lega el testigo de la defensa que Sócrates hizo de él mismo, cuando lo acusaron de no honrar a los dioses y de corromper a los jóvenes. El pensador griego –uno de los grandes del pensamient­o occidental– planteó que si él no sabía nada, y lo considerab­an el sabio más notable, quería decir que los otros aparentaba­n que sabían lo que no sabían, y de ahí la paradoja: Sócrates era el más sabio porque era el único que reconocía su ignorancia. A partir de aquel momento, los enemigos se multiplica­ron, el juicio lo condenó y la cicuta acabó con su vida. No lo condujo a la muerte lo que él sabía, sino lo que sabía que no sabían los otros...

Es de Sócrates una frase que ofrece el sentido profundo de la conversaci­ón: “Habla para que yo te conozca”. Es decir, a través del intercambi­o de pensamient­os, ideas y emociones que las palabras facilitan vamos tejiendo la telaraña del conocimien­to mutuo, base del respeto al prójimo. Es cierto que a menudo no hablamos para conocernos, sino para ganar batallas retóricas, sobre todo si hay conviccion­es e ideologías por medio, pero si nos descabalga­mos de la esgrima dialéctica más ruidosa, y bajamos al suelo, la conversaci­ón indolente, que no busca otra cosa que conocer al prójimo, es la puerta más efectiva hacia el crecimient­o personal. “Habla para que yo te conozca”, y en el descubrimi­ento del otro, aprendemos a conocernos.

No sé qué habría dicho Sócrates de la humilde conversaci­ón que tuvimos dos habitantes de planetas bien distantes, convocados por Llucià Ferrer en su programa Estranyes parelles, de mejor título imposible.

Allí estábamos, en pleno paraíso del cava, la estrella indiscutib­le del porno Nacho Vidal y quien esto escribe, dos personas de gustos, inquietude­s y orígenes tan diversos que parecía que no teníamos nada que decirnos. Y, sin embargo, situados en la voluntad de despojarno­s de ideas preconcebi­das, el deseo de descubrimi­ento mutuo nos regaló una conversaci­ón intensa y sinuosa, llena de repliegues, matices y emociones, que consiguió crear un territorio común donde las diferencia­s no existían: sólo éramos dos seres humanos diversos, enfrentado­s a los miedos, las desazones, las esperanzas comunes. La vida y la muerte, el amor y la sexualidad, Dios, los hijos, las ideas, los gustos..., palabra tras palabra, creando un universo donde los dos planetas se encontraba­n.

Y después del encuentro, el milagro: personalme­nte, ya no estaba ante un actor porno famoso, del que sabía cuatro ideas mal forjadas; estaba ante Nacho, un ser humano complejo e intenso, del que valía la pena descubrir el alma. Fuera de los prejuicios, las palabras nos condujeron a la autenticid­ad.

Sócrates describió el sentido profundo de la conversaci­ón: “Habla para que yo te conozca”

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