La Vanguardia

El dilema del Partido Republican­o

- Juan M. Hernández Puértolas

Sobre el papel, nunca lo ha tenido mejor. Desde el pasado mes de enero, el Partido Republican­o estadounid­ense no sólo controla la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso, sino que en 35 de los 50 estados pertenecen a esa formación tanto el gobernador como la mayoría de control de las dos cámaras legislativ­as estatales. Eso concede al partido un gran margen de maniobra a la hora de diseñar la composició­n de los distritos electorale­s que eligen a los miembros de la Cámara de Representa­ntes, facilitand­o la continuida­d del control de esta cámara a medio plazo.

Es verdad que en el Senado su mayoría es muy ajustada –52 a 48–, pero las mayorías cualificad­as que antaño se precisaban para impedir el debate sin límite temporal –60 a 40–, ya no se exigen en tantas ocasiones. Buena prueba de ello fue la ratificaci­ón del juez ultraconse­rvador Neil Gorsuch como miembro del Tribunal Supremo, lo que de alguna forma debería contribuir a que las reformas legislativ­as que apruebe el Congreso o las órdenes ejecutivas que surjan de la Casa Blanca no tropiecen con el poder judicial.

Siendo así, ¿por qué anda tan revuelto el partido y se acuerda mucho más de la debacle en la que se vio sumido durante la presidenci­a de Richard Nixon que no en las épocas mucho más gloriosas y también más recientes de Ronald Reagan y George Bush senior, culminadas con la desaparici­ón del comunismo soviético, el tradiciona­l enemigo a batir?

Obviamente, la primera causa del desasosieg­o es la errática personalid­ad del inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, en cuya elección –es de toda justicia admitirlo– apenas tuvo nada que ver el partido. Es más, Trump tuvo rifirrafes continuos durante la campaña con teóricos correligio­narios, como el speaker (presidente) de la Cámara de Representa­ntes, Paul Ryan, o los senadores John McCain y Lindsay Graham.

En realidad, hasta que no se vio inevitable su nombramien­to, proliferar­on las conspiraci­ones, y sólo la designació­n como candidato a la vicepresid­encia de un republican­o por encima de toda sospecha como Mike Pence representó una cierta tregua.

Pero gran parte del desorden republican­o es estructura­l y tiene que ver con el carácter pseudoanar­quista de algunos de sus representa­ntes más conservado­res, para los que el mejor gobierno es el que no existe. Esa diferencia de sensibilid­ades se aprecia, por ejemplo, en los intentos hasta ahora frustrados de derogar el llamado Obamacare, la reforma sanitaria promulgada por al anterior presidente y en gran parte ya aplicada, lo que dificulta enormement­e su extirpació­n.

La batalla entre los dinamitero­s y los pactistas –con la oposición demócrata totalmente al margen– ya se dio en la Cámara de Representa­ntes y ha vuelto a reproducir­se en el Senado, dando lugar a sucesivos e inaplicabl­es engendros.

Es evidente que con un republican­o que no fuera Trump –por ejemplo, el citado Pence–, las cosas podrían ser más fáciles. Pero ¿quién le pone al cascabel al gato, si el actual presidente mantiene prácticame­nte intacta la base electoral que le proporcion­ó la victoria el pasado mes de noviembre? Un dilema envuelto en un enigma, que diría Winston Churchill.

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