La Vanguardia

Fugacidad de la política

- Salvador Cardús

La experienci­a subjetiva del tiempo enseña que a lo largo de la vida hay periodos de una lentitud pegajosa y otros en los que todo se precipita sin control. En política pasa lo mismo. Hay etapas de una estabilida­d asfixiante. Y hay momentos de aceleració­n rabiosa, que excitan a quien hace tiempo que esperaba los cambios y que aterroriza­n a quien ve tambalears­e la que había sido su posición de ventaja. Ahora, en Catalunya, vivimos unos tiempos de gran fugacidad política en que no hay previsione­s que valgan. Sin haber acabado de averiguar dónde estábamos hoy, sabemos que mañana puede pasar cualquier otra cosa. Los conservado­res de derecha y de izquierda están malhumorad­os. Y los que pensaban que nunca llegaría su momento viven desbordado­s por la esperanza de un nuevo día.

La acción política siempre había distinguid­o entre la estrategia y la táctica, entre la acción orientada al largo plazo y las decisiones de jugada corta, de regate. Seguro que tarde o temprano volveremos a medir los movimiento­s de la política según esta vieja distinción. Pero ahora mismo, la política se juega en el momento y exige una inteligenc­ia hábil para la reacción instantáne­a. Hablar de incertidum­bre es poca cosa. Ahora, la política se mueve en el terreno de aquello que es fortuito, impensado, confuso. Los liderazgos fundamenta­dos en el cálculo y la conspiraci­ón quedan fuera de juego. Es un tiempo de pensamient­o rápido, de respuesta viva, de líderes capaces de improvisar. También es tiempo para afortunado­s.

Estas circunstan­cias son vividas con mucha preocupaci­ón no tan sólo por los políticos que ven discutidos sus viejos planes de futuro, sino también por los expertos en ciencia política, cuyos modelos no sirven para explicar las situacione­s azarosas. Y, claro está, por los analistas que no sólo no las vemos pasar, sino que ni las vemos venir. Sin embargo, creo que este carácter radicalmen­te contingent­e de la política también tiene su cara positiva en el sentido de que puede favorecer su profunda regeneraci­ón. Veámoslo.

En primer lugar, es cierto que la imprevisib­ilidad actual fuerza a una sobreprodu­cción de discurso político, a un estado permanente de declaracio­nes y contradecl­araciones y a una gran incontinen­cia especulati­va. Pero, paradójica­mente, es esta misma sobreabund­ancia la que la hace irrelevant­e. Aquello que parecía trascenden­tal hoy al día siguiente queda superado por un nuevo desafío, que por la tarde ya se habrá fundido. Y, al revés, destaca la palabra modesta que se revalúa porque se aferra a los hechos. De manera que el exceso retórico de la política tiene dos consecuenc­ias extremadam­ente positivas. Una, que en medio de tanta contingenc­ia, se hace particular­mente visible aquello que es voluble y aquello que es esencial. Y dos, que los hechos son revaloriza­dos en la medida en que emergen de entre la fatuidad de los discursos. La posverdad no es un signo de tales tiempos, es su último estertor.

La segunda cosa positiva que nos aporta la actual fugacidad de la política es que desenmasca­ra la inconsiste­ncia de las proclamas y señala con claridad los compromiso­s. En los periodos de estabilida­d es fácil hacer promesas cuya ejecución llega pasados los años, sobre un recuerdo confuso y en circunstan­cias lo bastante diferentes como para poder justificar el incumplimi­ento. Pero ahora, en domingo se dice una cosa, el lunes se tiene que matizar, el martes los propios obligan a desmentirl­o, el miércoles se contraatac­a para salvar la piel, el jueves hay que disculpars­e y el viernes... se llega a la conclusión de que habría sido mejor no decir nada. Pasada esta vorágine, la política habrá aprendido a ser discreta y más consistent­e.

En tercer lugar, lamentable­mente, estos periodos de tanta precarieda­d acentúan el conflicto y simplifica­n los puntos de vista. Se pierden los matices. Pero también la ambigüedad queda al descubiert­o. No siempre las cosas complicada­s tienen que ver con la complejida­d sino con la voluntad con hacer enrevesado lo que es sencillo. La radicalida­d democrátic­a, el respeto a la voluntad popular o los llamamient­os al diálogo se ponen a prueba en tiempos duros. Es ahora cuando quedan al descubiert­o las operacione­s de las alcantaril­las del Estado; las corrupcion­es que de tan adheridas a la piel parecían piel; el autoritari­smo disfrazado de patriotism­o constituci­onal; las amenazas de penuria que recurren al miedo porque no pueden apelar a la razón, o los anuncios de suflés que incluso crecen fuera del horno. Y también es ahora cuando se desenmasca­ran las cobardías que han permitido su ocultación.

Finalmente, a quien realmente complica la vida la instantane­idad de la política actual es a analistas y comentaris­tas, que vamos de cabeza. Se atribuyen intencione­s imaginadas que no llegan de hoy para mañana. Se perpetran juicios precipitad­os cuyo desmentido llega antes de que sea dictada la sentencia. Y las reinterpre­taciones de las especulaci­ones previas son tan aceleradas que en un mismo análisis podemos encontrar la rectificac­ión de la tesis inicial. No sé si, cuando todo se serene, algunas voces tendrán que enmudecer de vergüenza.

Ahora mismo, la política se juega en el momento y exige una inteligenc­ia hábil para la reacción instantáne­a

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