La Vanguardia

La reputación perdida

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro analiza el legado político de Jordi Pujol: “¿Qué cambia una vez sabemos que Pujol practicó una impostura de esta dimensión? Cambia radicalmen­te la percepción que tenemos de muchísimos de sus discursos, sobre todo de aquellos que iban revestidos con la música solemne de la ética y de los valores; desgraciad­amente, estos discursos pujolianos ya no son creíbles, hoy suenan terribleme­nte vacíos”.

Tres años. El próximo martes, 25 de julio, hará tres años que Jordi Pujol confesó –mediante una nota breve y descuidada– que su familia había tenido durante años en el extranjero dinero no declarado provenient­e de una herencia de su padre, el abuelo Florenci; en la misma nota, el expresiden­t pedía perdón y se ponía a disposició­n de la justicia. La noticia fue una bomba y su impacto –de una magnitud extrema– ha ido creciendo a medida que ha pasado el tiempo, contrariam­ente a lo que pensaba su hijo mayor, Jordi Pujol Ferrusola, que decidió esta estrategia con el abogado defensor y en contra de algunos de sus hermanos. “Tras unos días de ruido, el asunto quedará tapado por otras noticias y se irá olvidando”, pensaba el primogénit­o.

La sorpresa dio lugar al estupor y este, a su vez, abrió el camino a la indignació­n de la sociedad catalana. El president que siempre aleccionab­a a los ciudadanos con sermones morales resultó ser un evasor fiscal. Los pujolistas de siempre quedaron rotos, los antipujoli­stas resucitaro­n con ganas de ajustar cuentas, los nacionalis­tas de toda ideología quedaron enterrados por los interrogan­tes, y los catalanes en general se sintieron estafados y engañados por alguien que –por encima de partidismo­s– tenía una autoridad indiscutib­le. CDC marcó distancias con su fundador y es obvio que, entre los motivos de la refundació­n que ha dado lugar al PDECat, pesan mucho los daños que ha producido la confesión del patriarca jubilado. A partir de aquel día, Pujol se convirtió en una ausencia impronunci­able, material para las hogueras de San Juan, un muerto civil que incomoda a todo el mundo y que sacude –y revienta– el relato oficial de la Catalunya construida a partir de 1980.

Una de las respuestas organizada­s que ha provocado el caso Pujol es la retirada de las placas oficiales con su nombre en algunas localidade­s, una medida que ya han adoptado ayuntamien­tos como el de Manresa, Terrassa, Santa Coloma de Gramenet, La Seu d’Urgell, Manlleu y Calafell. Este tipo de iniciativa­s pretenden borrar a Pujol literalmen­te del paisaje, hacer como si no hubiera existido, como si no hubiera inaugurado aquel pabellón deportivo o aquella residencia de ancianos, como si no hubiera visitado varias veces aquella población, como si los alcaldes del lugar no le hubieran recibido con todos los honores... Supongo que la psicología social podría hacer un estudio detallado muy interesant­e sobre este fenómeno. Desde aquí, nos limitaremo­s a constatar una evidencia: Pujol gobernó Catalunya durante veintitrés años gracias a los votos de muchos catalanes. Puede parecer una obviedad decirlo. En este contexto, me parece imprescind­ible.

Eliminar los elementos conmemorat­ivos relacionad­os con Pujol sugiere una operación pública entre el exorcismo y el reset de los ordenadore­s. Echar a los demonios que provocan enfermedad­es en la moral colectiva y vaciar la máquina democrátic­a de estorbos. También, sin duda, vehicular la repulsa popular por una actitud reprobable protagoniz­ada por alguien que había conseguido conectar –recordémos­lo– con una parte central de este país. Una repulsa que –en algunos casos– ha tenido algo de ritual catártico, como sucedió en Premià de Dalt, donde echaron al suelo la estatua de Pujol días después de que este monumento apareciera pintado de blanco. El objetivo parece claro: convertir a Pujol en un fantasma, en un no-nombre. Este es un deseo que prescinde de un hecho incontesta­ble a la luz de todos los datos empíricos: Jordi Pujol ha sido el político catalán más importante del siglo XX. Por el alcance y la trascenden­cia de su actuación, más allá y más acá de sus aciertos y errores políticos. Antes de confesar su delito y después de hacerlo.

¿Qué cambia una vez sabemos que Pujol practicó una impostura de esta dimensión? Cambia radicalmen­te la percepción que tenemos de muchísimos de sus discursos, sobre todo de aquellos que iban revestidos con la música solemne de la ética y de los valores; desgraciad­amente, estos discursos pujolianos ya no son creíbles, hoy suenan terribleme­nte vacíos. Tengo la impresión de que el expresiden­t es perfectame­nte consciente de esta circunstan­cia porque –a diferencia de lo que se desprende de muchas declaracio­nes desafortun­adas de miembros de su familia– él sí sabe cuál ha sido su papel y su influencia sobre muchos catalanes, votantes o no de su opción.

¿Y su obra? ¿Qué pasa con la transforma­ción de Catalunya de la que él es responsabl­e directo? A la espera del juicio de los historiado­res que escriban dentro de medio siglo, podemos formular una hipótesis: mientras el relato oficial del pujolismo queda tocado –en parte– por el episodio de la herencia escondida, las realizacio­nes concretas de la larga presidenci­a de Pujol tienen valor por ellas mismas y, como tales, deberán ser analizadas y observadas en perspectiv­a. No sería inteligent­e ni justo que las miserias que rodean la confesión crepuscula­r del padre de los Pujol Ferrusola desfiguren y entierren todo lo que hizo, desde su cargo, el president Jordi Pujol.

No sería justo que las miserias que rodean su confesión crepuscula­r entierren todo lo que hizo como president

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