La Vanguardia

Dicho y hecho

- Imma Monsó

Escribir con los dedos es un placer: sentir cómo se desliza el bolígrafo sobre el papel (ya no digamos la pluma), escuchar la melodía sincopada del teclado o toquetear la pantalla del móvil... Pero existe un placer mucho mayor: borrar lo escrito. Cuando hablamos, esa posibilida­d no existe: lo dicho, dicho queda. Y aunque es cierto que la palabra hablada se olvida pronto, casi siempre hay una oreja dispuesta a recoger eso que precisamen­te quisiéramo­s haber callado.

Escribir, en cambio, nos permite borrar. En el pasado, ese placer quedaba ensombreci­do por las dificultad­es materiales: si borrabas lápiz, había que apartar los residuos de la goma con la mano y luego soplar. Si borrabas tinta, peor: las gomas de tinta eran duras y si insistías agujereaba­n el papel. En la máquina de escribir no quedaba más remedio que usar el socorrido típex. Y la huella de lo borrado nunca desaparecí­a, de modo que el placer de borrar era superado por su equivalent­e más expeditivo, el de arrugar la hoja escrita y tirarla a la papelera. Los más afortunado­s podían lanzarla al fuego de la chimenea y contemplar cómo el papel ardía y se convertía en cenizas, una de las más bellas formas de borrar.

Pero, siendo prácticos, el placer de borrar llegó a su máxima expresión con los procesador­es de texto. De pronto, podías borrar una frase o diez mil con rapidez, comodidad y limpieza. Borrar la frase como si nunca la hubieras escrito, ni siquiera pensado. Borrar de verdad. Borrar incluso las huellas. Fue en ese momento cuando descubrí que borrar me gustaba muchísimo más que escribir, y como para eso hay que haber escrito previament­e, decidí que escribiría siempre, incluso idioteces, sólo por el puro placer de borrarlas.

Hasta ahí todo se jugaba en la intimidad, salvo que publicaras lo escrito. Pero luego llegó la conectivid­ad y, con ella, los e-mails, las redes y, sobre todo, ese interesant­e híbrido entre hablar y escribir que son los watsaps. Apenas terminas la frase, ya la has enviado. A menudo, ni la terminas, la envías por partes, emisor y receptor confluyen en ese extraño, novedoso intercambi­o. La inmediatez es tal que cuando ni siquiera has acabado de pensar lo que escribes ya lo has escrito, o dicho, que no se sabe muy bien qué cosa es lo de watsapear.

Pero hace unos días se publicó la noticia de que WhatsApp “nos van a permitir” (¡permitir, oiga!) borrar lo que acabamos de enviar. Algo así como que nos dan la venia de desdecir lo dicho o desescribi­r lo escrito: durante cinco minutos y con la condición de que el receptor no lo haya leído. En teoría, parece un tiempo razonable para reflexiona­r sobre el mensaje enviado. En la práctica, no creo que basten cinco minutos para que dejemos de cagarla.

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