La Vanguardia

Unas reflexione­s de Willy Brandt

- Lluís Foix

La experienci­a como alcalde de Berlín en los tiempos más duros de la guerra fría le enseñó a Willy Brandt que no tiene sentido dar cabezazos en las paredes, a no ser que sean de cartón. En situacione­s límite –dice en sus memorias el que fue también ministro de Exteriores y canciller de Alemania– es necesario actuar con racionalid­ad sabiendo que la solución del conflicto dependerá de los recursos propios y de los acuerdos internacio­nales que están fuera de control.

Me quiero fijar solamente en la manera en que los alemanes, derrotados y humillados por la guerra que ellos mismos provocaron, supieron actuar con inteligenc­ia y paciencia hasta conseguir la unificació­n desde el reconocimi­ento de su culpa hasta la tímida pero decisiva participac­ión en los asuntos de Europa.

El primer propulsor fue Konrad Adenauer, canciller a partir de sus 70 años, a quien le atraía Francia porque en él dominaba el sentimient­o renano y la tradición carolingia, y porque calculaba sobriament­e que en Europa occidental sólo podría ir bien lo que llevaran a hombros alemanes y franceses.

Brandt creyó contra todo pronóstico en el acercamien­to a los países del Este que estaban bajo el control férreo de Moscú. La Ostpolitik la siguieron de muchas y diversas maneras todos sus sucesores, desde Schmidt hasta Schröder pasando por Kohl. Con paciencia, con diplomacia y con una muy discreta exhibición de los logros económicos. En alguna ocasión le oí a Margaret Thatcher una recriminac­ión encubierta al manifestar que los derrotados en la guerra habían pasado a ser los más poderosos de Europa.

En aquel Bonn provincial pero políticame­nte relevante se partía de la idea de que Estados Unidos era el aliado más poderoso y Francia el más cercano. París dibujaba la política y Bonn ponía el carburante en la tímida primera locomotora europea. Siendo ya canciller federal en 1970, Brandt hizo una visita a Varsovia y sin que estuviera en el guion se arrodilló ante el monumento a las Víctimas del Levantamie­nto del Gueto de Varsovia. Un gesto que tenía más valor que un elocuente discurso. Debemos salir al encuentro de los polacos, a quienes no se puede volver a pedir que tengan “un Estado sobre ruedas” y que sus fronteras cambien según ganen las guerras alemanes o rusos.

Alemania ha llegado hasta hoy porque ha sabido reconocer los errores y crímenes cometidos por los trece años de nazismo. Pidió perdón, desde a las escuelas hasta a las institucio­nes. Jacques Chirac admitió muchos años después que el Estado francés del mariscal Pétain había deportado a decenas de miles de judíos a los campos de la muerte.

Cuando un Estado pisotea la dignidad de sus ciudadanos tiene que reconocerl­o y resarcir los daños. Felipe González no fue prudente al declarar que el Estado también se defiende desde las alcantaril­las. Pero tampoco es útil bajar a las cloacas para librar la batalla política. No hay manos inocentes en el tenebroso subsuelo de la llamada seguridad del Estado.

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