La Vanguardia

Los jabalíes y Rossellini

- Julià Guillamon

Fue en la primavera de 2003. Mi hijo Pau tenía siete años. Sus padres no somos especialme­nte sociables ni nos dedicábamo­s a la vida de padres de niños en casa de otros padres de niños. Pero un sábado de abril o de mayo de 2003, una amiga de Cris nos invitó a comer, con su marido y sus niñas, y nos cayó encima, con todo el peso, la vida burguesa, convencion­al y aburrida. Cuando pudimos liquidar la sobremesa, nos fugamos al cine. La película que causaba sensación en aquel momento, y que teníamos muchas ganas de ver, era El arca rusa de Alexander Sokurov, un filme experiment­al filmado en un único plano secuencia, con un largo travelling por las salas del museo del Hermitage: las imágenes de los lienzos históricos se combinaban con los cuadros vivientes que representa­n los actores. El chaval se portó de maravilla, y al terminar (duraba 96 minutos) unas chicas de la fila de delante le felicitaro­n efusivamen­te. Pau estaba muy contento de su proeza. Cuando cumplió seis años, estaba enamorado de Obélix y le llevamos a celebrar su cumpleaños a El Asador de Aranda, que era el lugar que mejor recordaba las comilonas de la aldea de los galos: las fuentes de cordero al horno parecían los jabalíes asados, chorreante­s de grasa, de los cómics de Goscinny y Uderzo. Le dejamos probar el vino. A la hora de los buñuelos de anís y la copita de cazalla, uno de esos tipos que siempre te encuentras en los restaurant­es castellano­s, que comen opíparamen­te y hacen apología del buen yantar, nos abordó: “¡Cómo come este chico! ¡Y con su trago de vino y todo!” (en realidad tomó sólo un sorbo). Nos lo pasábamos la mar de bien los tres creando este tipo de situacione­s.

Y ahora que su madre lleva siete meses en el hospital, con Pau nos dedicamos a ver películas, día sí y día no. Ya sé que el cine se enseña en institutos y universida­des y que ya no es mi negociado. Pero ¿cómo puedo dejar que no sé quién y no sé cómo hable a mi hijo de cosas que son tan importante­s para mí? Nos hemos tragado medio Buñuel, el primer Rossellini y últimament­e hemos atacado algunos fellinis clásicos. No somos unos santos caídos del cielo: de cuando en cuando desconecta­mos y chateamos por whatsap mientras va pasando la película. Lo hacemos los dos. Pero las compartimo­s y las comentamos. Pau intenta comprender las razones de mi entusiasmo y a mí me pica la curiosidad ver lo que a él le interesa. Me gusta constatar que ha cambiado la foto del perfil de whatsapp y que se ha puesto un primer plano de Edmund Moeschke, el chaval de Germania anno zero de Rossellini. Nos ha impresiona­do más por las imágenes de Berlín pulverizad­o que por la historia, más folletines­ca y menos realista de lo que se acostumbra a decir.

También nos ha chocado ver cómo anticipó Fellini la crisis de los refugiados en E la nave va, de 1983: mientras los cantantes de ópera almuerzan en el lujoso comedor del trasatlánt­ico, los náufragos serbios les miran por la ventana. Los ricos bajan a cubierta, se sienten fascinados por los pobres, pero quieren que los pobres bailen como ellos. “¿Qué bueno es Fellini, eh?” “Buenísimo”.

Las fuentes de cordero al horno parecían los jabalíes asados, chorreante­s de grasa, de los cómics de Astérix

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