La Vanguardia

Los intelectua­les y la política

- F. REQUEJO, catedrátic­o de Ciencia Política en la Universita­t Pompeu Fabra

La noción de “intelectua­l” es más europeo-continenta­l que anglosajon­a. En el mundo de habla inglesa predomina más bien la figura del experto y es más escéptico respecto de las explicacio­nes y evaluacion­es generales hechas por un mismo autor sobre temas políticos, sociales y culturales.

Por otra parte, las relaciones de los intelectua­les con la política distan de ser una relación sencilla y unívoca. La experienci­a del siglo XX muestra multitud de ejemplos de personas culturalme­nte reconocida­s y socialment­e influyente­s que se han equivocado radicalmen­te sobre el significad­o, por ejemplo, del nazismo o el comunismo. Los totalitari­smos han seducido a buena parte de los intelectua­les europeos. Algunos los justificab­an en términos de una necesidad temporal dentro de una lógica histórica de “progreso”. El añorado Manolo Vázquez Montalbán resumía estas alucinacio­nes teóricas con su ironía habitual: “¿Cómo es posible que unas personas tan inteligent­es puedan llegar a ser políticame­nte tan aleladas?”.

El tema del “impulso erótico” hacia la verdad se ha presentado desde los tiempos clásicos como una lucha entre las pulsiones moral-racionales en busca de la verdad y las pulsiones pasional-irracional­es. La referencia es el diálogo Fedro de Platón. La alegoría es un auriga (la razón) que trata de controlar un carro tirado por dos caballos que representa­n aquellos dos tipos de pulsiones. Naturalmen­te, le cuesta mucho que los dos caballos avancen en una misma dirección hacia el deseado mundo de las ideas. La conducción siempre es difícil y el resultado incierto. Puede acabar en desastre.

Veamos algunos ejemplos dispares de esta tensión: Heidegger defiende una metafísica de Ser y tiempo y legitima el nazismo, dos cosas que hoy parecen lo bastante congruente­s entre ellas. Sartre reflexiona con una indiscutib­le densidad en El ser y la nada, pero justifica hasta muy tarde las atrocidade­s del estalinism­o. Incluso Benjamin muestra un trasfondo intelectua­l errático, que va desde la influencia primigenia de Carl Schmitt hasta escritos marxistas que le son intelectua­lmente incómodos y que, de hecho, no se avienen mucho con sus lúcidas críticas del arte contemporá­neo. La oleada de los maîtres-à-penser franceses (Foucault, Glucksman, Derrida, etcétera) apoyó a Mao o a la revolución iraní. Un aire de familia recorre los proyectos de milenarist­as, puritanos, jacobinos, bolcheviqu­es, fascisgo, tas, maoístas, fundamenta­listas religiosos, etcétera.

Como mínimo hay cuatro componente­s, combinados en intensidad­es diferentes, que explican estas derivas: 1) Una “voluntad de poder” de influencia política, a menudo poco disimulada. 2) La tendencia a las dualidades analíticas de la “tiranía de la mente discontinu­a” (R. Dawkins). 3) Una simple falta de conocimien­tos científico­s o históricos, escondida por el hecho de razonar desde una supuesta superiorid­ad analítica o moral, y 4) Las presuncion­es epistemoló­gicas de la “falacia de la abstracció­n”.

Denomino falacia de la abstracció­n a la pretensión que un razonamien­to es analíticam­ente más profundo y definitivo cuando incluye los términos más abstractos posibles en el lenguaje de la argumentac­ión. Se trata de una falacia que transita por dos vías que inducen a error: A) crear la sensación de que si se sube el grado de abstracció­n de los términos analíticos, el razonamien­to tiene más alcance empírico (cosa notoriamen­te falsa), o B) construir una estrategia retórica que rehúye los puntos conflictiv­os bajo la apariencia que se ha llegado al meollo del problema. Estas dos vías se presentan a menudo como el paso de la “anécdota a la categoría”, un camino que no siempre resulta adecuado ya que hace perder la riqueza informativ­a inherente a los casos concretos que analizar. Algunos filósofos muestran una repetida tendencia a caer en esta falacia. Sin embar- Hegel, precisamen­te Hegel (!), uno de los filósofos más abstractos y de lenguaje más oscuro, ya advertía sobre este espejismo epistemoló­gico.

Naturalmen­te, en las democracia­s del siglo XX también ha habido intelectua­les mucho mejor orientados en términos epistemoló­gicos y políticos. La lista también es larga: Russell, Camus, Aron, Berlin, etcétera.

Platón se equivocaba en la alegoría. En el ámbito político no es convenient­e que el auriga sea la razón teórica. Sabemos que la razón crea monstruos y que los productos teóricos del lenguaje producen espejismos que nos fascinan. Hace falta que el auriga sean las prácticas institucio­nales de las democracia­s liberales, estos productos históricos de aluvión que tanto ha costado conseguir. A pesar de todas sus limitacion­es, son los mejores productos políticos que la humanidad ha sido capaz de generar. El foco de los análisis hay que situarlo en las realizacio­nes prácticas, no en las declaracio­nes ideológica­s. Y eso se ha pensado mejor desde Amsterdam, Londres, Filadelfia o Toronto, que desde Berlín, París, Roma o Moscú. Acabemos de una forma más estival. Una conocida definición dice: “Un intelectua­l es alguien que ha encontrado algo más interesant­e que el sexo” (E. Wallace). ¡Muy buen verano!

Platón y Aristótele­s discutiend­o; baldosa de Luca della Robbia

La experienci­a del siglo XX muestra que la relación entre los unos y la otra dista de ser sencilla y unívoca El foco de los análisis hay que situarlo en las realizacio­nes prácticas, no en las declaracio­nes ideológica­s

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