La Vanguardia

A propósito de los gestos

- Jordi Llavina

Amenudo se habla de los gestos en la política: que si tal líder hizo esto o lo otro, que si un tercero estuvo inusualmen­te hospitalar­io durante la visita de un homólogo del que no se fía un pelo... La política de partidos exige obediencia ciega y castiga sin remisión a los díscolos. Me hizo mucha gracia que los adversario­s del president Puigdemont le afearan que hubiera despedido a los consellers que “no lo veían claro”. ¿Se imaginan qué pasaría si un triste diputado del PP, el PSOE o Ciudadanos dijera en público, aunque fuera off the record, que entiende perfectame­nte que los catalanes deseen votar, aun en un referéndum ilegal? Se lo respondo: lo fulminaría­n ipso facto. Por lo tanto, ¡menos aspaviento­s farisaicos, señorías!

Los gestos, en política, son importante­s. Que se lo digan al presidente Macron, que, delante de Trump, se comporta de un modo que nos podría parecer algo servil: ¡demasiada crema chantilly! Muchas veces adquieren una dimensión a la altura de las palabras y los hechos cometidos. ¿Recuerdan cuando Rajoy se negó a estrechar la mano a Pedro Sánchez? ¡El “indecente” que el otro le había propinado en un debate electoral seguía escociendo en la conciencia del impasible gallego! La política de hoy se transmite en directo. Y los gestos son como emoticonos que pueden llegar a describir un estado de ánimo o una decisión trascenden­te incluso mejor que una prolija declaració­n de prensa.

Pero yo quería hablar de otra clase de gestos. Cuanto más envejezco, más me interesa el valor de la bondad. Prefiero tratar con alguien limpio de corazón que con esa ralea de tipos que, aun lúcidos e inteligent­es, se muestran cínicos y hasta aviesos. En lo posible, intento mantener lejos de mí lo que ahora se da en llamar personas tóxicas. Por ello, relataré un caso que hace revalidar mi confianza en la gente de buena pasta, que es la mayoría.

A menudo compro libros por internet. El último que intenté adquirir —en la librería Arrebato, de Madrid— fue Local wonders, del poeta Ted Kooser. Pero, al tratar de hacer la transferen­cia, algo lo impedía. Al cabo de unos días, Pepe, el dueño de la librería, me preguntó: “Jordi, ¿lo lograste?”. Y yo: “Lo lamento, pero no hay manera”. Dos días más tarde recibo el libro en mi casa, sin previo pago. Yo correspond­í de inmediato a la confianza de Pepe: ¡su gesto, admirable, me había conmovido!

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