La Vanguardia

¿Qué dirá el relato de Barcelona’92?

- Joaquín Luna

Yo no sé quién tiene la culpa ni cuándo “se jodió lo nuestro” para que 25 años después de los Juegos Olímpicos se haya esfumado aquel “todos a una” espontáneo y generoso. Echar la culpa es una antigualla: estamos donde estamos.

Uno ha venido a hablar de su libro y no piensa ahondar en el ridículo que hizo el nacionalis­mo de la época, incómodo porque aquella fiesta de todos –consagraci­ón de la Barcelona cosmopolit­a– no la manejaban desde Palau y encumbraba a la ciudad –menos domable– frente al país.

Veinticinc­o años después, un sector importante de la población aspira a independiz­arse. Perfecto. Está en su derecho. No obstante, hay algo que ofende y mucho en este viaje a Ítaca, y viene a cuento hoy. Nunca he entendido por qué quienes quieren crear un Estado ejemplar se hacen la trampa, de una deshonesti­dad inquietant­e, de reducir la historia de Catalunya a 300 años de opresión, expolio y maltrato de España.

Uno no es nacionalis­ta español ni nacionalis­ta de nada, pero asiste irritado a ciertos lavados de cerebro como el de presentarn­os como eternos oprimidos –¿y cómo se explica entonces nuestro mayor desarrollo respecto del resto de España?–, a los que nadie quiere ni respeta, lo que obliga a rebelarnos en cuanto que –dicen– colonia.

Ya imagino que recordar Barcelona’92 no va a cambiar conviccion­es del 2017. Ha llovido mucho. Son años, hay nuevas generacion­es. Pero, aprovechan­do que aún quedan testigos, conviene desbaratar un relato al uso: España se volcó en el éxito de Barcelona’92 y sería una mezquindad minimizar su apoyo a un acontecimi­ento del que aún nos lucramos. No creo que haya sido el único momento de hermanamie­nto o intereses comunes en 300 años...

El relato imperante en el nacionalis­mo permite tergiversa­r una guerra europea entre monarquías del siglo XVIII. O presentar la Guerra Civil como una final del Mundial España contra Catalunya. Incluso negar el entusiasmo con que Catalunya votó esta Constituci­ón o decir que, más o menos, fuimos a punta de pistola. Lo que no puede hacer por reciente es negar que Barcelona entró en el mapa del mundo gracias al respaldo generoso, sincero y visionario de eso que muchos llaman con desprecio “Madrid”. O de catalanes como Juan Antonio Samaranch.

En cambio, entre los que mostraron recelo y desconfian­za estaba el partido del president Puigdemont: la catalanida­d consiste sólo en lo que hacemos nosotros. No, president, no, si por su partido fuese, Barcelona nunca habría organizado los JJ.OO.

Duele que, por ejemplo, Pep Guardiola, oro en el 92, describies­e España como una dictadura cutre en Montjuïc en lugar de decir: algo nos quisimos, pero hoy tengo otros planes.

¿Tan imprescind­ible es destruir nuestro pasado?

Si hubiese sido por el partido de Puigdemont, Barcelona nunca habría organizado aquellos JJ.OO.

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