Nostalgia con criterio
Francesc-Marc Álvaro revisa el pasado: “Ha pasado media vida. Reivindicar lo que representó la Barcelona de 1992 me parece justo y necesario. ¿Por qué no tendríamos que proclamar con generosidad los aciertos de un hito que proyectó la ciudad y el país en el mundo de una manera extraordinaria? Ahora bien, me gustaría que esta reivindicación amable fuera acompañada de algunas autocríticas”.
Ha pasado media vida. Tenía veinticinco años y ahora tengo cincuenta. Como periodista, me tocó escribir algunas crónicas de aquel gran acontecimiento. Como ciudadano, lo viví con curiosidad pero mentiría si dijera que el verano de 1992 fue el verano de mi vida, como sí lo fue –según leo y escucho– para mucha gente. Los Juegos Olímpicos de Barcelona son un hito histórico indiscutible pero no forman parte de mi álbum de fotos. Dado que los medios son tan vulnerables a las imposturas y las posverdades, me parece una muestra de respeto indispensable al público subrayar que, a pesar de los mecanismos de la memoria colectiva y la tentación de mirar el pasado con ojos del presente, la memoria de cada uno es personal, intransferible e hija de experiencias diversas.
El éxito objetivo de Barcelona’92 está fuera de toda discusión. Como lo está que de aquello emergió una Barcelona mejor que la de antes. Me hacen gracia los que hoy afirman –con una mezcla peculiar de resentimiento y nostalgia vintage– que el proyecto olímpico mató la autenticidad de algunos barrios. Desde hace más de veinte años que me desplazo casi cada día al Raval para dar clases y he comprobado cómo han cambiado unas calles donde, antiguamente, no entraba la luz y donde la vida era más que miserable. Obviamente, la Barcelona de hoy tiene varios problemas, pero sólo desde el cinismo o la desinformación se puede decir que no hemos progresado o que las grandes transformaciones urbanas de aquel momento no eran necesarias.
Ha pasado media vida. Cada uno elabora el relato de la historia reciente que le complace, que le conviene o que le proporciona más tranquilidad de conciencia. Cada uno pone el foco donde quiere y hace las comparaciones que le parecen adecuadas, incluso las que son más claramente tramposas o cogidas por los pelos. Tendemos a idealizar los momentos en que todo parece hecho a nuestra medida, es un mecanismo psicológico del que no podemos escapar y eso coincide o no con la realidad del contexto referido. Por ejemplo, Vargas Llosa y otros famosos dicen maravillas de la Barcelona de finales del franquismo, una percepción respetable pero que no tiene nada que ver –seguramente– con la vivencia de muchos barceloneses. Vamos y venimos del pasado como podemos y, en esta ruta, hacemos triangulaciones más o menos afortunadas entre la añoranza, el olvido y el maquillaje.
Aquel verano del 92 fueron muchos veranos, claro: el de la guerra de los Balcanes, el de las detenciones de los independentistas ordenadas por el juez Garzón, el de un amor efímero, el de la desaparición dolorosa de un amigo... En mi álbum tiene un lugar destacado la guerra lejana y vecina que tenía lugar en la antigua Yugoslavia, aquel país supuestamente modélico que había resuelto –se aseguraba– la convivencia entre naciones diferentes. Guardo perfecta memoria de algunos opinadores que, durante muchos meses, negaron de manera sistemática y vehemente el genocidio que llevaban a cabo las tropas serbias; algunos de esos oráculos ahora dan lecciones sobre garantías democráticas y lealtades constitucionales. Suerte que hay hemerotecas.
Ha pasado media vida. Reivindicar lo que representó la Barcelona de 1992 me parece justo y necesario. ¿Por qué no tendríamos que proclamar con generosidad los aciertos de un hito que proyectó la ciudad y el país en el mundo de una manera extraordinaria? Ahora bien, me gustaría que esta reivindicación amable fuera acompañada de algunas autocríticas. Por ejemplo: la intención de prolongar el estilo del 92 mediante el Fòrum Barcelona 2004, un proyecto fallido que trataba de recubrir con un acontecimiento incomprensible una nueva etapa de cambios urbanísticos, con menos consenso que los anteriores. Si los Juegos Olímpicos fueron un modelo admirado de gestión no se puede decir lo mismo, en cambio, del Fòrum de les Cultures, artefacto rodeado de zonas de sombra y de incompetencia.
Cada generación tiene derecho a una épica. Uno de mis mejores amigos –diez años largos mayor que yo– trabajó en un puesto de cierta responsabilidad en el área comunicativa
Mentiría si dijera que el verano de 1992 fue el verano de mi vida, como sí lo fue, según leo y escucho, para mucha gente
del COOB92. Lo recuerdo feliz desarrollando aquella misión, se sabía integrante de una élite profesional que tuvo la suerte de vivir desde dentro un gran acontecimiento. También recuerdo que me lo encontré unas semanas después de la clausura de los Juegos y parecía que hubiera viajado a la Luna, estaba eufórico. Mi estado de ánimo era otro porque mi vida era otra, como lo eran mis ilusiones y mis mapas. No sacaré conclusiones con efecto retroactivo, como hace –por ejemplo– Lluís Bassat cuando declara que “el ser catalán era visto como algo envidiable y se ha convertido en algo despreciable”.
Ha pasado media vida. Podría mentirles, pero no lo haré. No necesito ser perdonado. Mi brújula de entonces estaba más cerca de la indiferencia que del entusiasmo, y esta es una verdad modesta que confieso respetuosamente, para completar las pinturas brillantes de la nostalgia y porque quizás –es una simple hipótesis– no fui el único que entonces lo vivió así.