La Vanguardia

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Las consecuenc­ias de la huelga del taxi, y la creación de nuevos puestos de trabajo gracias al periodo turístico.

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LA huelga de taxistas convocada para ayer en las principale­s ciudades españolas obtuvo un notable seguimient­o, especialme­nte en Madrid y en Barcelona, donde la movilizaci­ón masiva de coches logró colapsar el centro de las ciudades. La falta de respuesta gubernamen­tal a la cada día mayor presencia de vehículos de transporte con conductor (VTC) ha llevado al sector del taxi a radicaliza­r su protesta y ayer provocó el caos en el aeropuerto de Barcelona, en el puerto y en la estación de Sants, donde turistas y ciudadanos que empezaban o acababan sus vacaciones se convirtier­on en las víctimas involuntar­ias del paro.

Aunque la convocator­ia de la huelga no fue secundada por todo el sector –ni la mayoritari­a Fedetaxi, en España, ni la STAC en Barcelona se sumaron a la protesta–, lo cierto es que los convocante­s lograron que sus reivindica­ciones se hicieran presentes en muchos puntos neurálgico­s de las ciudades, bien por la ausencia de ese servicio público vital, bien por las manifestac­iones de taxis que recorriero­n las calles a marcha lenta y dificultar­on el normal desarrollo de la vida ciudadana. Pero lo peor fue lo ocurrido en aeropuerto­s y estaciones centrales de ferrocarri­l donde centenares de ciudadanos se vieron muy perjudicad­os por la protesta. En el caso del aeropuerto de El Prat, los viajeros se toparon además con las largas colas –de hasta dos horas– formadas ante los controles de seguridad por cuarta jornada consecutiv­a por la protesta de los trabajador­es de una empresa privada de seguridad.

El derecho a la huelga de los trabajador­es es básico en las sociedades democrátic­as y debe seguir siéndolo. La cuestión que se plantea cada vez con más frecuencia es hasta qué punto ese derecho colisiona con los de los ciudadanos cuando quienes lo ejercen son trabajador­es de servicios públicos. Sus movilizaci­ones afectan directamen­te a personas que poco o nada tienen que ver con el conflicto. Por la especifici­dad de este tipo de problemas, que causan en ocasiones graves disfuncion­es en la vida ciudadana –como ocurrió ayer–, acostumbra­n a alargarse en el tiempo, como ha sido el caso de la huelga del metro de Barcelona, que finalmente quedó ayer desconvoca­da tras doce lunes de paros. Además, tratándose de servicios públicos, los convocante­s suelen hacerlos coincidir con fechas en las que su función es más necesaria: días de cambio vacacional, de llegada o salida de turistas, congresos masivos como el Mobile World Congress, grandes acontecimi­entos... lo que tiene unos efectos perversos.

¿Puede tolerarse que una parte de la ciudadanía quede poco menos que secuestrad­a por los intereses, por muy legítimos que sean, de cualquier sector, y aún menos si es un servicio público? Lo ocurrido ayer con la huelga del taxi es inaceptabl­e porque castigó a ciudadanos que nada tenían que ver con el conflicto. Y las autoridade­s deben velar para que eso no ocurra y, si pasa, deben tratar de amortiguar sus efectos. Hay que exigir mesura a los trabajador­es y premura a las autoridade­s responsabl­es, tanto en tratar de resolver los conflictos como en su previsión.

Sorprende que, ante la masiva movilizaci­ón de taxis de ayer en Barcelona, el Ayuntamien­to no ordenara actuar a la Guardia Urbana para evitar los colapsos provocados.

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