La Vanguardia

Dolor y rabia

- Pilar Rahola

La maldad contra los animales no tiene coartada. Se presenta desnuda, descarnada, cruda en su dolor y su desgarro. Por supuesto, la buena gente puede crear diques de contención a su conciencia, ya se sabe, la tradición, la fiesta de pueblo, me llevaba el abuelo… Incluso los hay que elevan esa maldad a la categoría de cultura y la blindan con leyes arrogantes, definitiva­mente asustados por la marea que les va en contra. Porque, cuando una fiesta popular necesita de leyes severas que la blinden es evidente que empieza a ser muy impopular. Y en ese punto, que un Estado llegue a imponer una fiesta con tortura de animales, por decreto ley, significa que es un Estado tan quebradizo como desalmado, y cuyos gobernante­s tienen unos tics intervenci­onistas que traen pésimos recuerdos.

Como en cada verano, España ha vuelto a dar la vuelta al mundo en ochenta barbaridad­es o más, porque la capacidad de salpicar la Piel de Toro con fiestas terribles donde los animales sufren es una de sus señas identitari­as. Son fiestas donde el salvajismo se junta con el barullo, y la transforma­ción del ser humano en masa se produce sin solución: las personas siempre se envilecen, los animales siempre sufren y muchos mueren, y el círculo de la maldad completa su sinrazón. No hay justificac­ión posible, no hay matices, no hay adversativ­as que dulcifique­n la pura barbarie y así mismo lo preguntaba ayer el diario británico The Independen­t, hablando de la muerte de un toro embolado en el pueblo valenciano de Foios: “¿Cuántas vidas seguirán quitando en nombre de tradicione­s que no son más que barbarie?”.

La última, la tragedia de este toro de Foios que, en el salvaje ritual del toro embolado, enloqueció y acabó aplastando su cabeza contra el pilón en el que estaba atado. En el Corriere della

Sera hablaban de “suicido” del animal, y en otros periódicos internacio­nales, la vergüenza española de la tortura a los animales, decoraba los titulares.

Una vergüenza que, no olvidemos, también salpica algunas tierras catalanas que aman este tipo de fiestas: es donde Catalunya muestra su alma más negra.

Todo festejo del sufrimient­o y la muerte acabará porque arrecia la indignació­n ciudadana contra la tortura gratuita, al tiempo que crece la empatía por el dolor y el respeto por los animales. Los amantes de las fiestas donde los animales sufren, con los taurinos y Sanfermine­s a la cabeza, son una especie en vías de extinción, ahogados en el vómito de su propia indignidad. No pueden sobrevivir a la civilizaci­ón porque no hay atajos en el camino hacia el respeto a los animales, el respeto es el único atajo. Y por ello, cualquier fiesta que haga sufrir de manera indecible a un animal, mientras el gentío ríe, aplaude, grita y violenta, sólo es un festival del horror, una mueca desdentada de la humanidad, una metáfora del mal. Y está llamada a desaparece­r, más pronto que tarde.

La maldad contra los animales no tiene coartada; se presenta desnuda, cruda en su dolor y su desgarro

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