Dolor y rabia
La maldad contra los animales no tiene coartada. Se presenta desnuda, descarnada, cruda en su dolor y su desgarro. Por supuesto, la buena gente puede crear diques de contención a su conciencia, ya se sabe, la tradición, la fiesta de pueblo, me llevaba el abuelo… Incluso los hay que elevan esa maldad a la categoría de cultura y la blindan con leyes arrogantes, definitivamente asustados por la marea que les va en contra. Porque, cuando una fiesta popular necesita de leyes severas que la blinden es evidente que empieza a ser muy impopular. Y en ese punto, que un Estado llegue a imponer una fiesta con tortura de animales, por decreto ley, significa que es un Estado tan quebradizo como desalmado, y cuyos gobernantes tienen unos tics intervencionistas que traen pésimos recuerdos.
Como en cada verano, España ha vuelto a dar la vuelta al mundo en ochenta barbaridades o más, porque la capacidad de salpicar la Piel de Toro con fiestas terribles donde los animales sufren es una de sus señas identitarias. Son fiestas donde el salvajismo se junta con el barullo, y la transformación del ser humano en masa se produce sin solución: las personas siempre se envilecen, los animales siempre sufren y muchos mueren, y el círculo de la maldad completa su sinrazón. No hay justificación posible, no hay matices, no hay adversativas que dulcifiquen la pura barbarie y así mismo lo preguntaba ayer el diario británico The Independent, hablando de la muerte de un toro embolado en el pueblo valenciano de Foios: “¿Cuántas vidas seguirán quitando en nombre de tradiciones que no son más que barbarie?”.
La última, la tragedia de este toro de Foios que, en el salvaje ritual del toro embolado, enloqueció y acabó aplastando su cabeza contra el pilón en el que estaba atado. En el Corriere della
Sera hablaban de “suicido” del animal, y en otros periódicos internacionales, la vergüenza española de la tortura a los animales, decoraba los titulares.
Una vergüenza que, no olvidemos, también salpica algunas tierras catalanas que aman este tipo de fiestas: es donde Catalunya muestra su alma más negra.
Todo festejo del sufrimiento y la muerte acabará porque arrecia la indignación ciudadana contra la tortura gratuita, al tiempo que crece la empatía por el dolor y el respeto por los animales. Los amantes de las fiestas donde los animales sufren, con los taurinos y Sanfermines a la cabeza, son una especie en vías de extinción, ahogados en el vómito de su propia indignidad. No pueden sobrevivir a la civilización porque no hay atajos en el camino hacia el respeto a los animales, el respeto es el único atajo. Y por ello, cualquier fiesta que haga sufrir de manera indecible a un animal, mientras el gentío ríe, aplaude, grita y violenta, sólo es un festival del horror, una mueca desdentada de la humanidad, una metáfora del mal. Y está llamada a desaparecer, más pronto que tarde.
La maldad contra los animales no tiene coartada; se presenta desnuda, cruda en su dolor y su desgarro