“¿Quedamos el año que viene?”
Cada año desde aquel 1992, el 25 de julio Isabel Solano hace un pastel y se sube a Montjuïc, y con otros amigos que fueron voluntarios olímpicos conmemora junto al pebetero que ellos colaboraron en los Juegos. “Salió bien y hay que celebrarlo”, afirma.
Hace ya un cuarto de siglo, pero siguen reuniéndose. Al año siguiente de los Juegos se vieron en la proyección de la película sobre la Barcelona olímpica. Alguien llevó pastelitos, no se acuerda muy bien quién, pero sí que de forma espontánea surgió la idea. “¿Quedamos el año que viene? ¿Por qué no en el pebetero?” Y así fue. “Los aniversarios se celebran con un pastel. Desde entonces cada año he hecho uno”.
Isabel Solano se apuntó pronto a ser voluntaria en Barcelona’92, poco después de la nominación, y lo hizo a rebufo de su hermano, que era atleta, lanzador de martillo. Pero precisamente el año de los Juegos nació su hija y él tuvo que renunciar: “Ya tenía bastante trabajo”, sonríe. Pero ella sí que siguió el camino y fue destinada al aeropuerto, a un grupo de siete personas que acreditaban visitantes al bajar de los aviones, principalmente periodistas extranjeros y algún VIP.
Aquel 1992 podría haber sido sumamente triste para Isabel. Después de doce años en una misma empresa, el 31 de marzo la despidieron. Entonces conoció la gran pesadilla de muchos españoles: el paro. Ella, que empezó a ganarse la vida a los 16 años, se quedó sin trabajo. Encadenó ocupaciones temporales; de tres días, de quince días, sustituciones... Aprovechó para hacer cursos de reciclaje. Salía de un empleo, se comía un bocadillo y se iba a las clases. Hasta tres años después de los Juegos no encontró una ocupación fija, en la que ahora ya lleva 17 años.
En el peor momento, en lugar de un problema ella vio una oportunidad. ¿Estaba en el paro? Pues sería voluntaria olímpica. “Di un enfoque nuevo”. El mismo día que se tenía que incorporar al aeropuerto la llamaron para una entrevista de trabajo. Muy lejos de su casa, tuvo que coger dos o tres autobuses para llegar, pero fue. Al acabar se cambió y a colaborar. No la cogieron.
“Fue una etapa donde pasaban muchas cosas. Eran tiempos complicados para el trabajo, pero en los Juegos Olímpicos no pensaba en ello. Moralmente fue muy gratificante”, cuenta.
Veinticinco años después aún se emociona al recordar el momento en que se encendió el pebetero. Y hace un pastel anual para evocarlo. “No soy pastelera, me enseñó mi madre y mi madrina”, pero sigue celebrándolo con otros voluntarios, año tras año, endulzando la jornada. “Nunca son iguales, pero siempre me inspiro en algo olímpico”. Isabel expresa que “hubo muchos cambios en Barcelona. Fue todo muy bien. La ciudad estaba alegre, veías disfrutar a la gente. Es bonito vivirlo. Si tuviéramos otros juegos, volvería a ser voluntaria”.
Aquel 1992 podría haber sido difícil para Isabel: después de 12 años se quedó en el paro; pero los Juegos la compensaron