Esperando el 1-O
Amedida que se acerca el 1-O, las tensiones no resueltas se exacerban y el desenlace conflictivo del proceso se impone a cualquier otra hipótesis. Este vértigo se ve reforzado por las actitudes de ambos gobiernos, que siguen sin modificar sus principios. La Generalitat apela al compromiso electoral que otorgó la mayoría a Junts x Sí y el Gobierno de Rajoy aplica la misma lógica pero añadiéndole la evidencia de la legalidad constitucional. Para mantener estos antagonismos hay que contar con una masa de convencidos que justifiquen las decisiones que, cuando la historia se acelere, tendrán que tomarse. Una de las características de los convencidos es que se sorprenden o se indignan si alguien se manifiesta indeciso y receloso ante lo que, a fuego cada vez menos lento, se está cociendo. El recelo, la duda y la resistencia a sumarse a la espiral convencida crea tensiones que, en el ámbito de la visibilidad mediática, obligan a convivir con expresiones espontáneas o inducidas de rabia, odio o decepción.
Si nos fijamos en las equívocas primeras apariencias, los independentistas consideran que los indecisos –sobre todo los de izquierdas– le hacen el juego al PP y preservan un statu quo hijo de una transición putrefacta mientras que el españolismo inmovilista de derechas interpreta la indecisión como una forma encubierta de colaboración con el separatismo diabólico. Y este maniqueísmo es una de las razones que nos ha traído hasta aquí. Azuzados por intereses que tardaremos años en analizar con el rigor necesario, se tiende a reducir el proceso a un problema entre radicales separatistas y fachas españolistas cuando en realidad la dificultad de una solución reside precisamente en que el conflicto actual moviliza a dos bandos con argumentos perfectamente democráticos.
Forzar la caricatura sirve para alimentar eso que uno de los apóstoles del procesismo denomina “hacer hegemonía” (por cierto: de pequeño, en mi casa, oía la palabra hegemonía como uno de los tics retóricos del marxismo de la época; en mi ignorancia, durante años creí que se trataba de una enfermedad: pulmonía, neumonía, hegemonía). Pero el contagio de consignas que alimenten la escalada reactiva del distanciamiento también ha hecho mucho daño. Y en vez de convencer, a menudo ha desactivado posibles simpatías. Y, de paso, ha reforzado las dudas, los recelos y la impotencia de muchos que nunca nos hemos sentido concernidos por ningún bando (asimétricos, de acuerdo, pero que han renunciado a una mayor representatividad gubernamental con el mismo celo sectario). Llegados a este punto, muchos constatamos que el argumento de la legalidad a secas no será suficiente para solucionar la complejidad política del problema y que la legitimidad que pretende justificar la fabricación exprés de una nueva legalidad tampoco bastará para mejorar las lacras de una democracia que, paradójicamente, parece resignarse a vivir atrapada entre el riesgo del cambio radical y del inmovilismo autodestructivo.
Se tiende a reducir el proceso a un problema entre radicales separatistas y fachas españolistas