“¡Oro, oro!”
La redacción de La Vanguardia en 1992 no se parecía en nada a la actual. La sede de Pelai 28, que el histórico diario ocupó durante un siglo (desde octubre de 1903 hasta abril del 2004), y donde muchos años estuvo también la imprenta, era una superficie diáfana en la que, desaparecidas las peceras que separaban anteriormente a las distintas secciones por compartimentos, la relación entre gran parte de la plantilla era muy fluida. Esto facilitó que los gritos de “¡oro, oro!” cada vez que el equipo español lograba la mejor medalla de los Juegos Olímpicos –fueron 13, más que las platas (7) y los bronces (2) juntos– se propagaran con mucha facilidad. Las primeras voces nacían, eso sí, en deportes y luego se trasladaban por toda la sala.
Fueron días de emociones y excitación, conscientes todos de que estábamos viviendo una experiencia única. Unos Juegos, en casa, en nuestra ciudad. El 26 de julio, con las imágenes de la ceremonia inaugural en la retina –del espectáculo de La Fura dels Baus al vibrante lanzamiento del arquero Antonio Rebollo que encendió el pebetero–, coincidí en un autobús que subía a Montjuïc con Jordi Basté. Ahora me pondría nervioso al compartir asiento con el líder de audiencia de la radio catalana, pero entonces la situación era diferente. Él estaba en Catalunya Ràdio y RAC1 no era ni siquiera un proyecto. Hablamos del trabajo que se nos venía encima y de la ilusión por realizarlo, como siempre, de la mejor forma posible.
Las jornadas se sucedieron con desplazamientos a todas las instalaciones –qué placer hacerlo en una Vespa Primavera 125 y aún sin casco, lo que mitigaba el calor veraniego–. Hoy parece una temeridad decir algo así, pero entonces las cosas eran muy distintas. Mucho.
Desde el primer día fue evidente que los Juegos serían especiales por todo lo que los envolvía: una Vila Olímpica al lado del mar, magníficas instalaciones y una organización que funcionó con seriedad y gran eficacia. Los barceloneses se volcaron en la cita olímpica, inundaron las calles –como la lluvia había hecho años atrás en la inauguración del Estadio Olímpico o incluso semanas en un inicio de verano inusualmente lluvioso, lo que preocupó sobremanera a la organización– y participaron en una fiesta que fue global.
Recuerdo también sobre todo las pruebas de natación y waterpolo, en las piscinas Picornell. El ruso Popov y la húngara Egerszegi destacaron, pero la final entre España e Italia, decidida después de tres prórrogas, fue tan emotiva como apasionante. El equipo que lideraba Estiarte, que competía en sus cuartos Juegos consecutivos, acabó con lágrimas en los ojos por la decepción de la derrota, pero en realidad había estado al nivel de los mejores y cuatro años después, en Atlanta, logró el oro.
La redacción de ‘La Vanguardia’ en Pelai 28 ocupaba una superficie diáfana en la que los gritos por las medallas del equipo español se propagaban con facilidad