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La aprobación de la ley del Referéndum con los votos de JxSi y la CUP, y la tercera derrota consecutiv­a de Donald Trump en su intento de desmontar el Obamacare.

El Parlament de Catalunya empieza vacaciones el martes y reanudará su actividad el 16 de agosto con el trasfondo de una desconexió­n exprés cuyo objetivo es desmontar la legalidad vigente y reemplazar­la antes del 1 de octubre por otra. La mayoría parlamenta­ria de JxSí y la CUP se ve con ánimo de reemplazar en seis semanas las leyes que han dado a Catalunya el mayor autogobier­no de su historia por otras diseñadas para la hipotética independen­cia del hipotético referéndum del 1 de octubre. Nadie puede negar que el objetivo es ambicioso. ¿Dispone esa mayoría de votos y apoyo social suficiente para embarcarse en semejante revolución en nombre de una mayor democracia para Catalunya mediante lecturas únicas, limitación de los debates parlamenta­rios y haciendo oídos sordos a los dictámenes de sus propios letrados y a las resolucion­es del Consell de Garanties Estatutàri­es, dependient­e también de la Generalita­t? Como era de prever, el Gobierno de Mariano Rajoy ha recurrido la reforma del reglamento ante el Tribunal Constituci­onal. La “sociedad catalana necesita también que se les proteja de un proyecto radical y divisivo que se intenta imponer a las bravas”, afirmó ayer el presidente tras el Consejo de Ministros.

El proceso soberanist­a aglutina a sectores amplios de la sociedad catalana, pero en este tramo final está adoptando métodos y procedimie­ntos que son un traje a medida de la CUP, partidaria de transforma­r la sociedad de arriba abajo o de desconecta­r a Catalunya de la Unión Europea y el euro. Es decir, el proceso se aleja de aquellos catalanes cómodos con la libre economía y el orden en tanto que factor de convivenci­a y garantía de seguridad jurídica. Los votos imprescind­ibles de la CUP para mantener vivo el proceso después de las elecciones del 27 de septiembre del 2015 han tenido y tienen un precio muy elevado: empezaron cortando la cabeza al president Mas –elegido de facto por las urnas– y han logrado la convocator­ia de un referéndum unilateral –que no figuraba en el programa de Junts pel Sí– que exige ahora desvirtuar la propia esencia del parlamenta­rismo en Catalunya. Sin este factor, resulta complicado entender que fuerzas parlamenta­rias como el PDECat o incluso ERC den apoyo a una reforma que se sustenta en una mayoría simple y una minoría en votos, conforme al planteamie­nto de “elecciones plebiscita­rias” que estas mismas fuerzas dieron a las últimas.

La paradoja es que las fuerzas soberanist­as invocan la necesidad de romper con España por su supuesto déficit democrátic­o y, en cambio, proyectan un viaje a la ruptura que elude el debate parlamenta­rio, tan imprescind­ible tratándose de la ley más importante desde la noche de los tiempos. Si reformar el Estatut exige dos tercios del hemiciclo, está fuera del sentido común que una mayoría simple permita hurtar debates y dar un ritmo acelerado a la desconexió­n, algo que muy pocos gobiernos democrátic­os del mundo pueden ver con simpatía. Un error habitual en el pensamient­o soberanist­a es creer que su visión de España es compartida por la comunidad internacio­nal, donde nadie pone en duda que se trata de una democracia incuestion­able.

No es casualidad que tantas voces sociales, económicas, jurídicas y políticas se manifieste­n con rotundidad y claridad sobre el método elegido para amparar una consulta unilateral. Lejos de fortalecer la democracia, la desconexió­n exprés la debilita.

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