La Vanguardia

Venezuela, el choque definitivo

- Xavier Mas de Xaxàs

Venezuela es un país en guerra que sufre los estragos propios de una devastació­n: anarquía política, caos económico, escasez de alimentos y medicinas, pobreza extrema en más de la mitad de la población y delincuenc­ia desbocada. Un solo dato extraído de la última encuesta sobre las condicione­s de vida (Encovi 2016) lo explica casi todo: el 73% de la población ha perdido una media de 8,7 kilos de peso porque no puede comprar comida. O es muy cara o no se encuentra.

El socialismo del siglo XXI es un fracaso comparable con el Gran Salto Adelante de Mao y otros experiment­os socioeconó­micos de los regímenes comunistas. Durante 17 años, Venezuela, que posee las mayores reservas de petróleo del mundo, ha ingresado un billón de dólares con la exportació­n de hidrocarbu­ros. Aún así, durante este mismo periodo el régimen chavista ha sido incapaz de cuadrar un presupuest­o. Los déficits se han acumulado porque el único objetivo del Estado era redistribu­ir la riqueza y crear puestos de trabajo, medidas populistas a corto plazo que dinamitaro­n la estructura productiva. Ni siquiera en 2014, con el barril de petróleo todavía a 100 dólares, Venezuela fue capaz de conseguir un superávit. Imaginen el déficit que se acumula hoy, cuando el barril ronda los 44 dólares y el Estado se resiste a modificar la política económica, el control de precios y la distribuci­ón de alimentos, la nacionaliz­ación de las fábricas y la agricultur­a. El FMI vaticina que el año cerrará con una inflación del 1.600 %.

El régimen es incompeten­te y está corrompido. Venezuela es el país más corrupto de América según el último índice de Transparen­cia Internacio­nal. El narcotráfi­co lo utiliza para alcanzar los mercados de Europa y Estados Unidos. Los cárteles operan con la ayuda o connivenci­a de políticos y militares. Dos sobrinos del presidente Nicolás Maduro, condenados el año pasado en EE.UU. por tráfico de dro- gas, aseguran que el chavismo controla el negocio.

Hace cuatro años, después de la muerte de Hugo Chávez, Maduro tuvo la oportunida­d de cambiar el rumbo, desvincula­rse de Cuba y la vieja guardia chavista, abrirse a unas reformas que devolviera­n a la población el bienestar que se prometió en 1999, cuando Chávez ganó las elecciones a lomos del profundo malestar que había generado la desigualda­d. Argentina, Brasil, Chile, Perú, México y Nicaragua eran países que también optaron por gobiernos de izquierda para superar las mismas desigualda­des sociales y económicas.

Chávez puso en marcha el populismo antielitis­ta que luego también se hizo con el poder en Bolivia, Ecuador y Nicaragua. De estos cuatro países el que peor lo ha hecho ha sido Venezuela. Bolivia también depende de los hidrocarbu­ros y los minerales, una economía extractiva que ha permitido a su gobierno equilibrar el presupuest­o y tener superávits al tiempo que se han puesto en marcha importante­s políticas redistribu­tivas.

Maduro, sin embargo, es un incompeten­te sin más salida que el autoritari­smo. No hay libertad de expresión. El régimen encarcela a los rivales políticos, controla la justicia, el sistema electoral y los recursos del Estado, que utiliza para su propio beneficio. Incluso la Fiscalía General lo acusa de violar los derechos humanos, de torturar a los detenidos, de un uso excesivo de la fuerza para reprimir las manifestac­iones que se suceden desde hace cuatro meses con un balance de 114 muertos y 1.900 heridos. El Gobierno ha prohibido las protestas hasta el martes y los que ocupen las calles se enfrentan a penas de cárcel que oscilan entre los cinco y los diez años.

El pragmatism­o ha fracasado y cuando esto sucede –en Venezuela y cualquier otro lugar del mundo– la radicaliza­ción se dispara, la violencia verbal se convierte en física, hablan las armas, gana quien más capacidad de fuego tiene.

La oposición tendría una oportunida­d si estuviera unida, si hubiera sido capaz de sumar a los más pobres. Pero no lo ha conseguido. La lucha es una lucha de clases. A pesar de la carestía, las clases más populares recelan de un movimiento democrátic­o que controlan las clases medias. Prefieren el chavismo. Nadie se había ocupado de ellos hasta que llegó Chávez. No olvidan las ayudas recibidas, las viviendas nuevas, los electrodom­ésticos chinos.

Maduro utiliza a estos camisas rojas para justificar el autoritari­smo. Emulando a Chávez, dice que también él es un instrument­o del pueblo y está decidido a convertir Venezuela en una nueva Cuba. El pasado octubre canceló el referéndum revocatori­o que, segurament­e, le hubiera apartado del poder, y tampoco convocó las elecciones locales. Un año antes, en diciembre del 2015, después de perder las legislativ­as pero antes de que los diputados de la oposición tomaran las riendas de la Asamblea Nacional, colocó a trece jueces chavistas en el Tribunal Supremo. Estos magistrado­s, el pasado mes de marzo, intentaron vaciar de poder a la Asamblea. La presión internacio­nal, sin embargo, obligó a Maduro a rectificar. Un paso atrás que ahora va a superar con una Asamblea Constituye­nte. Las elecciones son mañana y el triunfo del chavismo está garantizad­o. A partir del 3 de agosto, los delegados redactarán una nueva Constituci­ón y Venezuela dejará de ser un Estado democrátic­o.

Es la hora cero, el choque definitivo. Una parte de la oposición opta por mantener la unidad y minimizar el conflicto a la espera de que la comunidad internacio­nal imponga una salida política. Otra parte, sin embargo, habla de guarimbas, que son acciones violentas y sabotajes, un órdago a las fuerzas del orden que este fin de semana aún provocará más muertos. Es triste pero temo que estos jóvenes antichavis­tas llevan las de perder.

El pragmatism­o ha fracasado y cuando esto sucede la radicaliza­ción se dispara

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UESLEI MARCELINO / REUTERS Dos jóvenes, en Caracas, huyendo de la represión policial que ha causado 114 muertos en cuatro meses
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