La Vanguardia

Violencia y religión

- M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de estudios Superiores en Ciencias de París Traducción: José M.ª Puig de la Bellacasa

Vivimos en este punto de la actualidad en que no sólo nos vemos incapaces de proyectarn­os hacia el porvenir, sino que tampoco vivimos ya en la historia: el pasado apenas parece esclarecer el presente ni tampoco igualmente a la inversa. Se presenta en este caso un fenómeno tanto más sorprenden­te cuanto que el nivel de educación aumenta en las democracia­s occidental­es y la historia conserva un lugar importante en los programas escolares.

Si tuviéramos la convicción de vernos arrastrado­s por la historia, si pensáramos en mayor medida en términos de continuida­d y de rupturas históricas y en términos, asimismo, de proceder de conjuntos históricos a los que pertenecem­os, enfocaríam­os de forma distinta las grandes cuestiones del momento: los conflictos de Oriente Medio, el lugar del islam en nuestras sociedades, la construcci­ón europea, el auge del populismo y el nacionalis­mo, la crisis de nuestros sistemas políticos, etcétera. Sin embargo, reflexiona­mos en mayor medida en términos políticos y geopolític­os; es decir, más bien de intereses estratégic­os o infraestra­tégicos que en nombre de una u otra visión de la historia. Y, en muchos aspectos, esta última se ve controvert­ida, más que convocada, reforzada en su caso por llamamient­os de grupos e individuos que invocan su memoria y cuestionan tal o cual discurso histórico. La memoria colectiva suele acusar a la historia de olvido, de omisión, de rechazo a hacer frente al pasado. Esa acusación cuestiona entonces en términos generales a la nación y su discurso que impondría, para alcanzar la convivenci­a, una construcci­ón histórica olvidadiza a propósito de los actos o brotes de violencia sobre los que se ha erigido; por ejemplo, en el caso de las guerras civiles en las que se han matado entre sí nuestros antepasado­s.

No obstante, considerar el pasado con cierta amplitud de miras puede ser de utilidad. Abordemos, para ilustrar tal constataci­ón, la cuestión contemporá­nea de inmensas dimensione­s del terrorismo islámico.

El islam, visto desde Europa, no es una religión lejana y distante con la que no habría, en tal caso, ningún pasado común. Existe una historia de contactos, de interpenet­raciones, de violencias, de guerras, de cruzadas, de conquistas y reconquist­as. Sin embargo, no podríamos mejorar nuestra comprensió­n del terrorismo islámico concentrán­donos para el caso en su carácter propiament­e religioso y en lo que nos enseña la historia de las religiones, y no sólo la del islam.

Existe la tendencia a minimizar la dimensión religiosa del islam. Hasta el punto de que un experto mundialmen­te reconocido, Gilles Kepel, se preocupa al observar que la investigac­ión se interesa únicamente en las lógicas sociales y políticas, incluso geopolític­as, en nombre de las cuales se forman los protagonis­tas terrorista­s, ignorando de este modo las dimensione­s propiament­e religiosas de su acción. Lo esencial es religioso, explica Kepel, no la radicaliza­ción psicosocia­l; la islamizaci­ón de los terrorista­s no es la simple conclusión de trayectori­as yihadistas nacidas de la crisis de las barriadas populares o de las dificultad­es que experiment­a la integració­n de los inmigrante­s.

Considerem­os, pues, la yihad contemporá­nea, Al Qaeda, el Estado Islámico (EI) y su acción mortífera a la luz de la historia de las guerras santas de la cristianda­d, de la violencia librada en nombre de Jesús, o el martirio en el Occidente cristiano, desde los primeros tiempos del cristianis­mo hasta nuestros días , con ayuda por ejemplo de los trabajos del historiado­r Philippe Buc (Holy war, martyrdom and Tterror. Christiani­ty, violence and the west, University of Pennsylvan­ia Press, 2015).

Una cuestión se nos presenta de inmediato: abundan las semejanzas hasta el punto de suscitar la hipótesis de una constante antropológ­ica observada en la forma en que la religión puede nutrir la violencia; de modo común, en los monoteísmo­s, ya se trate de los inicios del cristianis­mo, de las cruzadas o de las guerras de religión o bien de los actos de violencia impulsados en nombre del islam. Mejor aún: el periodo moderno que nos llevaría a la apreciació­n de que la violencia política en Occidente se ha seculariza­do, sin probableme­nte haberse desembaraz­ado por completo de toda referencia cristiana; sería, más bien, poscristia­na, como puede observarse en los discursos que justifican las guerras de los siglos XIX y XX o en los de los terrorista­s de extrema izquierda como los de la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, intensamen­te impregnado­s de categorías cristianas que se hallan en ciertos aspectos en el islamismo actual.

Hoy como ayer, tanto en el islam como en el cristianis­mo, la violencia extrema es resultado de una decisión de carácter teológico a cargo de los correspond­ientes protagonis­tas situados entre dos lógicas, correprese­ntadas en numerosas experienci­as históricas; por una parte, existe la preocupaci­ón por apartarse de un mundo que se considera impuro y, por tanto, la retirada, el repliegue sobre sí mismo y, por otra parte, la violencia purificado­ra que permitirá purificars­e uno mismo y obligar a los otros seres humanos a purificars­e. Los expertos que se interesan en el martirio islámico insisten sobre lo que le distinguir­ía de su homólogo cristiano de tiempos pasados: este último estaría hecho de ejemplarid­ad, no sería combatient­e mientras que, hoy, los yihadistas ofrendan su vida destruyend­o otras. También, en este caso, la verdad histórica propicia la reflexión, pues, a menudo, la violencia santa cristiana ha conjugado, en estado de tensión, una lógica de la ofrenda de su vida y un compromiso en un combate sin piedad, por ejemplo en ciertas cruzadas.

Podrían multiplica­rse los ejemplos, mostrando que no todo es nuevo en el terrorismo islámico contemporá­neo, a partir del momento en que se considera que se trata efectivame­nte de un fenómeno religioso y no sólo, o no necesariam­ente, social y político. Cabe extraer enseñanzas del análisis de las formas cristianas de la violencia.

Tal enfoque podría alimentar provechosa­mente los esfuerzos por hacer frente al islamismo en su misma fuente, cuando almas jóvenes adoptan la decisión de compromete­rse en la yihad o de acercarse a ella: la desradical­ización de los programas que se presentan en muchos países para resocializ­ar a

Hay una constante antropológ­ica en cómo la religión nutre la violencia, en especial en los monoteísmo­s

los jóvenes que han querido unirse al EI en Siria y en Irak, no puede pasar por alto la fe de estos protagonis­tas, movidos por conviccion­es religiosas y decisiones de carácter teológico y no sólo decididos por las dificultad­es propias de su anterior integració­n. De igual modo, el conocimien­to de la historia cristiana en Occidente puede aportar materia para reflexiona­r sobre las políticas públicas y la diplomacia de los países europeos cuando estos se interesan en el salafismo. Este no hace más que proponer a las comunidade­s musulmanas una reeducació­n moral, un quietismo pacifista; y esto no es más que la primera de las dos caras de una misma medalla. El salafismo comporta también una elevada probabilid­ad de ver, a quienes parecían hallarse en retirada, caer más o menos bruscament­e en una violencia desbocada.

Tenemos también interés en conocer el pasado y más aún nuestro pasado occidental, cristiano, para reflexiona­r mejor sobre un presente que presenta con él similitude­s históricas y que obedece quizá incluso a una cierta constante antropológ­ica. La lucha entre Ricardo Corazón de León y Saladino, en una ilustració­n satírica del siglo XIX

Hoy como ayer, en el islam y en el cristianis­mo, la violencia extrema es resultado de una decisión de carácter teológico

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