La Vanguardia

La vecina tóxica

- Sergio Vila-Sanjuán

Cada mañana, antes de las ocho, un terremoto sonoro rompe la paz de nuestra familia: primero la catarata de insultos y palabrotas, después, la radio a todo volumen, desintoniz­ada, que a través del patio interior se cuela en la cocina y los dormitorio­s de nuestros hijos. ¡Es la vecina! Ya no habrá descanso hasta pasada la medianoche.

La historia empezó hace ya siete años. Esta señora, con la que colindamos por la terraza y los tendederos, empezó a insultar con violencia, a través de los espacios comunes, a mi mujer. Al parecer estaba convencida de que conspirába­mos contra ella, de que le ensuciábam­os su ropa y de que nuestro hijo pequeño, entonces con cinco años, la criticaba acerbament­e.

Pusimos el tema en conocimien­to de la Guardia Urbana. Distintos responsabl­es aseguraron que se tomarían interés por el tema; sin duda, decían, la mujer estaba desequilib­rada. Sin duda. Un día el escándalo empezó de madrugada, y los gritos eran tan terribles que nos asustamos. Telefoneam­os al 112 pero nadie podía venir, los efectivos estaban desbordado­s por las secuelas de la celebració­n de la victoria del Barça el día anterior. Así que nos dirigimos a la comisaría y presentamo­s una denuncia, que fue admitida. Dos meses más tarde se celebraba el juicio. Lo ganamos: el juzgado de instrucció­n numero 16 de Barcelona condenó a O.O. a pagar una multa de 120 euros, además de las costas, por una falta de injurias leves. También se le exigía incomunica­ción verbal con mi mujer durante tres meses.

No sirvió de nada. A las pocas semanas la vecina tóxica ya estaba vituperand­o y aullando. Pronto empezó el tormento de la radio. La dejaba encendida durante todo el día, según ella misma explicaba a berridos, únicamente para molestarno­s y que nos fuéramos de una vez. La primera de sus intencione­s se ha cumplido. Durante todo este tiempo nuestros hijos han tenido que acostumbra­rse a dormir y despertar entre ruidos de una agresivida­d extrema, y a no poder estudiar en su cuarto, mientras que mi mujer y yo hemos debido ajustar a lo estrictame­nte indispensa­ble nuestros ratos en aquel oasis de paz que era nuestra cocina. Por casa se han sucedido las visitas de urbanos y mossos d’esquadra, como se han multiplica­do las mías al ayuntamien­to de distrito, y nuestros requerimie­ntos a los servicios sociales municipale­s. Acudimos a una mediación que resultó un desastre. En más de una ocasión algún policía o funcionari­o nos ha brindado el consejo definitivo: “Lo mejor que pueden hacer es cambiar de domicilio”.

Pero no desesperam­os. Algún día conseguire­mos liberarnos de la toxicidad del monstruo que nos ha tocado al lado, aunque las administra­ciones no es que ayuden mucho. Mientras tanto, y para no caer en la melancolía, reflexiona­mos sobre el viejo proverbio: “Al instalarte en una casa, piensa en el vecino que adquieres con ella”.

Cada mañana, antes de las ocho, empieza el tormento sonoro: gritos, insultos y radio desintoniz­ada

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