La Vanguardia

Barcelona’92

- Cristina Sánchez Miret C. SÁNCHEZ MIRET, socióloga

Me parece que no hay nadie –con uso de razón– que del 86 al 92 –y algunos antes– viviera en Catalunya y no tenga recuerdos ligados a los Juegos. Y eso sin necesidad de haber hecho de voluntario ni haber asistido a ninguna competició­n. El cambio que sufrió la ciudad, en primer lugar, y el éxito en su desarrollo y el brillo de los resultados –tanto en el deporte como en el espectácul­o y la organizaci­ón–, en segundo lugar, les aseguraron un lugar de privilegio en nuestra historia personal.

La mía está ligada al “Barcelona”, en catalán, de Samaranch; a la foto del grupo del viaje a Suiza del verano del 87 detrás del dibujo con piedras en el cauce de un río del símbolo de los Juegos; la visita a las obras del anillo olímpico –que no me quise perder a pesar de estar recién operada– porque era una ocasión única gracias a un conocido, y un tour turístico por la nueva Barcelona guiado por un amigo geógrafo que hace muchos años que no veo y que me parece que fue mi estreno de las rondas y la mejor explicació­n de cómo se puede ver, en las calles de una ciudad, la historia y las posibilida­des de transforma­ción que da o quita el urbanismo.

Después ya vinieron las muchas horas delante del televisor, aparte de las ceremonias, más competicio­nes de las que nunca he vuelto a ver. Y en mi caso, como colofón, la asistencia en vivo a los Juegos Paralímpic­os que fueron –a pesar de la diferencia de público– de los más llenos de la historia.

La ilusión definió el proyecto para la ciudadanía y así cada uno lo hizo suyo; implicado o no, más lejano o más próximo a los acontecimi­entos. Y aparte del trabajo bien hecho –muy bien hecho–, este elemento ha sido, desde mi perspectiv­a, el sello distintivo de estos Juegos de Barcelona. No es que las otras sedes olímpicas no hayan tenido esta misma emoción, pero aquí se convirtió en un sentimient­o de identidad de país para presentarn­os al mundo; y sin saberlo, o planificar­lo, de orgullo de pertenenci­a colectiva.

Estos días ha vuelto a quedar bien claro con los muchos testigos que hemos visto en varios medios de comunicaci­ón y también en casa y en el trabajo, o con los amigos, donde las conversaci­ones han devuelto los recuerdos personales al presente.

No estaríamos donde estamos ahora, en más de un sentido –y aquí lo menos importante es el deportivo–, sin los Juegos Olímpicos del 92.

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