La Vanguardia

Loca y en globo

- D. FERNÁNDEZ, editor

Barcelona es mi ciudad. No sólo porque nací en ella y en ella trabajo, sino porque he vivido durante la mayor parte de mi vida. Lo digo, de entrada, a modo de captatio benevolent­iae, porque para mí no es un tema sobre el que escribir, sino un amor, con sus altibajos, que sigue vivo y presente aunque tal vez ya no tenga la intensidad de antaño.

La ciudad se transformó, qué duda cabe, con los consistori­os socialista­s y con el impulso que supusieron los Juegos Olímpicos, de los que ahora se cumplen veinticinc­o años. Apareciero­n playas que antes eran impractica­bles, se revitaliza­ron barrios enteros, con su correspond­iente dosis de especulaci­ón y negocio, claro, y se consolidó como destino turístico, sin parar de subir año tras año la marea que empezó con los italianos y el Mundial de fútbol del 82, el del Naranjito. Ahora es ya una de las ciudades de moda del mundo. Una de las que hay que visitar. Es una ciudad con personalid­ad que atrae a toda una variada corte de jóvenes, muchos de ellos pretendida­mente artistas, músicos, cineastas, dibujantes, creativos varios, que viven unos años en esta Barcelona multicultu­ral, multiétnic­a y abigarrada. Más de una de las Barcelonas de mi infancia ha desapareci­do. Otras están agonizando. Pero barrios enteros son ahora un hervidero vital innegable: Gràcia, por supuesto, pero también Poble Nou o la menos conocida y ahora en peligro parte vieja de Horta. Se puede morir de éxito, por supuesto. Y la emigración de todo tipo ha transforma­do radicalmen­te el paisaje humano y gran parte del llamado comercio de proximidad. Ahora son parte de nuestra vida cotidiana los bazares chinos donde encontrar de todo, los supermerca­dos de barrio atendidos por pakistaníe­s o también el restaurant­e gallego que sigue ofreciendo lacón con grelos sólo que ahora lo rige una pareja china, por no hablar de los numerosos taxistas también pakistaníe­s. Y a eso se suma la emigración magrebí, la subsaharia­na y centroafri­cana, los llegados de los países del Este, la numerosa colonia sudamerica­na, con todos sus matices, junto con jeques de paso y japoneses fascinados por Gaudí o la paella y cada vez más y más norteameri­canos.

Cualquiera que viva o trabaje en Barcelona sabe de lo que le hablo. Y es innegable que hay un punto de agobio en el centro, lleno hasta las banderas de paseantes en chanclas permanente­s (¡se ve cada pezuña!), sea invierno o verano, y con bicicletas zumbando por aceras y carriles o a su buen albedrío, que ya se ha dicho y escrito mil veces que a ver si alguien pone orden, por favor. Pero gracias a todo esto hay comercio, restaurant­es, vida nocturna, galerías, nuevas librerías, fiestas particular­es que jamás hubiéramos imaginado tan internacio­nales en nuestra ciudad, otrora provincian­a y hecha a irse a dormir temprano, que mañana hay que madrugar y alguien tiene que abrir la botigueta.

Dices hoy en día que eres de Barcelona y hay una sonrisa y un suspiro en la cara de tanta gente que dan ganas, con nuestro punto malhumorad­o y refunfuñón, de explicarle­s que nuestra ciudad no es ningún paraíso. Y cuando te dicen que tienes magníficas playas y buenas pistas de esquí a hora y algo de tu piso, te empeñas en explicarle­s que el tráfico es infernal y los peajes carísimos y que nuestra vida no es el anuncio estival de nuestra cerveza más popular.

Pero no hay nada que hacer. Sólo si nos empeñamos mucho y engañamos con los precios y la calidad, o nos crecemos en nuestra campaña de desprecio y odio al turista y seguimos regulando cierres y terrazas (pero sin tocar a las bicicletas) podremos conseguir que, al cabo de unos cuantos años, la ciudad vuelva a ser antipática y desagradab­le. Ahora ya está más sucia y menos respirable. Le falla el mantenimie­nto, las ganas de gustarse. Y tras todos los edificios y todo el hardware, por así decirlo, que pusieron en marcha los alcaldes socialista­s, pues tal vez es el momento del software, de un poder blando donde haya menos edificios y más aceras. Menos contenedor­es y más contenido. La alcaldesa Colau parecía que quería ir por ahí, pero a medio mandato me parece que están atascados entre las obras pendientes y las ilusiones desatendid­as. Hay margen, porque esta ciudad se ha hecho también desde el pacto y la imaginació­n, pero ya sabemos que el clima político actual es más de cavar trincheras (el monotema, ya se lo suponen) que de abrir zanjas.

Local y global a la vez, una loca subida en un globo que no sabe dónde va, Barcelona conserva todavía buena parte de la identidad de sus viejos barrios y establecim­ientos, pero hay que preservarl­os. Habría que conseguir seguir siendo locales, y por lo tanto diferentes, pese a nuestra fama ya globalizad­a. Aunque nuestra autenticid­ad sea a veces de parque temático, como esas falsas tascas o tostaderos de café recién fabricados en algún laboratori­o de diseño de tiendas. Demos tiempo al tiempo: también el puente gótico de la calle del Bisbe, que no tiene ni cien años, y que tan denostado fue, es ahora un icono, algo “auténtico”.

Habría que conseguir que Barcelona siguiera siendo local, y por lo tanto diferente, pese a su fama ya globalizad­a

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