La Vanguardia

Una vida perfecta

- Llucia Ramis

Para sus nietos, l’abuela empezó a existir cuando el abuelo murió. Antes era alguien que preparaba crema de almendras en Navidad, y tortilla cuando ibas a visitarlos, los domingos por la tarde. El abuelo lleva más tiempo en mi memoria que en mi vida. Murió una Navidad, no hubo crema de almendras.

L’abuela siempre decía que las personas importante­s mueren en días importante­s. También decía: “Mentida pura, pecat etern; qui diu mentides se’n va a l’infern”, al discutir con algún hijo de esa manera que se discute en casa, breves tormentas de verano que dejan una calma limpia.

Sentada en el balcón de Portocolom, con un pamboli y una cerveza, hablaba sin parar mientras se ponía el sol y los llaüts se mecían a sus pies. Dejó de fumar a los 94 años. Empezó a hacerlo porque se aburría, Record de la caja verde, hasta que no se fabricó más. Luego, puritos. Segurament­e no se tragaba el humo. Un día sin nadar en el mar era para ella un día perdido. Y tras una hora en el agua, salía trepando por las rocas para no ensuciarse los pies de arena, ante la mirada atónita de los turistas. No quería ayuda, no quería ser una carga, no quería chochear, nunca fue vieja. Una vez desapareci­ó. Llamó al cabo de un tiempo. De viaje con el Imserso, se había olvidado de avisar.

Era la persona más sabia que he conocido. Lo entendía todo, salvo esa gente capaz de lastimar a un niño. Toda su malicia se concentrab­a en un sentido del humor provocador con el que decía lo que pensaba. Si alguien no le entusiasma­ba, lo demostraba sin inmutarse, educada. “I aquest ens agrada o no ens agrada?”, me preguntaba al presentarl­e un novio, a veces con él delante.

También: “A mem, explica’m com se pot estimar tant. Tu ho pots entendre?”. Tiene dieciséis nietos, muchos bisnietos; el último nació el día de su cumpleaños, el septiembre pasado. Sus seis hijos hacían turnos de visita, uno cada día de la semana. Cuanto mayor era la familia, más se le ensanchaba el corazón, aseguraba, para poder querernos a todos. Somos tantos, que hacemos las celebracio­nes en restaurant­es. Y al final cantamos: “L’abuela, l’abuela, l’abuela es cojonuda, como l’abuela no hay ninguna”. Entonces ella se pone muy seria, qué palabra tan fea, qué pensarán en las otras mesas. Pero en realidad lo espera.

Un miércoles fue a la playa a nadar, charló con algún conocido. Por la tarde miró el mar desde su balcón. Estaba contenta. Se fue como siempre dijo que quería irse, mientras dormía. Era santa Margarita, y así se llama la primera de sus nietos. Sobre un aparador, hay dos paquetes de Maryland desde hace tres años; en uno quedan cinco pitillos y un mechero. En un vídeo que mi padre grabó en junio, l’abuela me pregunta sobre el chico con el que salgo. Exclama: “¡El amor!”. Y yo: “...dura lo que dura”. Y ella: “Está bien que dure un poquiiito”. El que ella nos dio no se acabará nunca.

No quería ayuda, no quería ser una carga, no quería chochear, nunca fue vieja

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