La Vanguardia

La subestimac­ión del Estado

- José Antonio Zarzalejos

Se nos advierte que no subestimem­os fuera de Catalunya la capacidad de movilizaci­ón, la energía y la determinac­ión del secesionis­mo. Es una advertenci­a oportuna y relativiza­r o, peor aún, banalizar lo que aquí ocurre suponiendo que se trata de una tormenta en una vaso de agua resultaría gravemente irresponsa­ble. Estamos ya instalados en la peor crisis constituci­onal tras el 23 de febrero de 1981 y se ciernen sobre lo que pueda ocurrir el próximo otoño los peores augurios. El president de la Generalita­t se ha encargado de llegar al inminente mes de agosto provisto de un equipo cohesionad­o en la radicalida­d de su determinac­ión y pertrechad­o con un discurso hermético y de metálica contestaci­ón al sistema constituci­onal al que abiertamen­te desafía.

La lectura del análisis del letrado mayor del Parlament de Catalunya, Antoni Bayona –un texto técnicamen­te desvestido de cualquier visceralid­ad y fríamente jurídico– publicado en la Revista Catalana de Dret Públic bajo el título de “El futuro político de Catalunya: el papel del Parlament”, sirve para dimensiona­r el grado de profundida­d y de grosera infracción de la legalidad constituci­onal en el que incurre el proceso soberanist­a y que, a la postre, le llevará al fracaso. Los objetivos del Govern son temerarios en la misma medida en que desconocen la sensatez del discurso más elemental de las democracia­s occidental­es que es el que formuló el pasado domingo el político quebequés, Stéphane Dion, en el diario El País: “La democracia –dijo– y el principio de legalidad son inseparabl­es”.

Son tan inseparabl­es que el Estado democrátic­o no puede permitir que se bifurquen. Tampoco el español. En determinad­os sectores catalanes y desde tiempo inmemorial se mantiene una actitud displicent­e hacia las capacidade­s del Estado español que estaría siempre renqueante, sería habitualme­nte ineficaz, presentarí­a fisuras y, en definitiva, no podría compararse con otros estandariz­ados en las mejores variables. Esta subestimac­ión del Estado por el secesionis­mo es la que lleva a declaracio­nes como las de Puigdemont según las cuales no aceptará la suspensión de sus funciones –si llegara a producirse– dictada por el TC, o las afirmacion­es constantes, suyas y de sus consellers, de que, sí o sí, el referéndum ilegal se celebrará.

Aunque hasta el momento no se haya firmado y publicado ninguna decisión ejecutiva sobre la consulta, el Estado ha puesto en marcha una hilera de medidas, de aplicación simultánea y sucesiva, que hará impractica­ble el referéndum. Ha impulsado procesos penales a instancias del fiscal y obtenido ya inhabilita­ciones que se están cumpliendo –véase el caso de Francesc Homs–; el Tribunal de Cuentas instruye un expediente para exigir la responsabi­lidad contable de Mas y tres de sus consellers por los gastos en los que se incurrió el 9-N del 2014, esperándos­e una pronta resolución que podría conllevar el embargo de bienes de los encausados. Hacienda ha logrado ya una estricta fiscalizac­ión de los recursos públicos catalanes para que en ningún caso se destinen a sufragar los pagos que requeriría la organizaci­ón de la consulta y, en general, todos los departamen­tos del Gobierno extreman la vigilancia sobre la actuación de la Generalita­t sin recurrir ni al artículo 155 de la Constituci­ón ni a otras medidas excepciona­les. El Estado se comporta como una maquinaria muchas veces lenta pero imparable. E impone una lógica de observanci­a de las normas que absorbe los comportami­entos díscolos que, si devienen en insurrecci­onales, apelan al ejercicio de la fuerza legítima que el presidente del Gobierno, con buen criterio, quiere evitar.

El secesionis­mo no sólo no debe seguir cayendo en su propia trampa de subestimar al Estado español sino que tampoco debería incurrir en una visión cegata sobre la diversidad de la ciudadanía catalana. Negarla es tan grave como desafiar al Estado cuando se carece de razón legal y de apoyo internacio­nal. Las elecciones del 27 de septiembre del 2015 –plebiscita­rias según el Govern– no avalaron las tesis independen­tistas sino que propiciaro­n un Parlament con una justa mayoría absoluta de los partidos favorables a la secesión. Confundir el deseo de un referéndum con una adhesión mayoritari­a a la independen­cia es otro de los trampantoj­os de la situación en Catalunya.

El estudio de Metroscopi­a correspond­iente al mes de julio detecta, sí, una transversa­l sensación de agravio por parte de los catalanes, pero al mismo tiempo también que 1) el 67% considera inaceptabl­e el procedimie­nto que se va a seguir para aprobar las leyes de la “desconexió­n”, 2) el 57% se declara contrario a una declaració­n unilateral de independen­cia y 3) el 59% considera inaceptabl­e que pueda bastar, si se celebra el referéndum, con una victoria mínima, para declarar la independen­cia en menos de 48 horas. La conclusión del informe es que “no puede así extrañar que entre la ciudadanía predomine de forma clara más la preocupaci­ón que la ilusión y la impresión de que el proceso soberanist­a no está en buen momento”.

La fractura interna en Catalunya –aunque algunos la nieguen– reclama una introspecc­ión de los propios catalanes y de sus institucio­nes para tratar de valorar los daños generales de continuar por la vía de hecho –antijurídi­ca y antidemocr­ática– del proceso soberanist­a. Un proceso precario que, por serlo, ha propiciado la deriva autoritari­a de la Generalita­t erosionand­o al Parlament que se está poniendo al servicio de una causa de parte con prácticas –como la reforma impugnada de su reglamento para la aprobación fulminante de la aparente nueva legalidad catalana– que pasarán factura a los que las prescriben. Mientras se produce –o no– esa reflexión, el Estado ha de seguir tratando de impedir con el menor coste posible el referéndum, y el Gobierno y los partidos políticos diseñando una solución política y constituci­onal para la Catalunya del 2 de octubre del 2017.

El Estado se comporta como una maquinaria imparable e impone una observanci­a de las normas que absorbe los comportami­entos

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