La Vanguardia

Embajadore­s del paraíso

- Miquel Molina

En la Antártida apenas hay turistas a día de hoy, porque el grueso de las visitas se limita al periodo primavera-verano austral (de finales de octubre a finales de marzo). Ahora hay científico­s y militares en las bases permanente­s. Los últimos visitantes de la temporada en la península Antártica fuimos los participan­tes en la expedición de la Bienal de Arte de la Antártida y los turistas de algún barco rezagado. Desde entonces, sólo las hélices de los buques oceanográf­icos han perturbado el descanso de las ballenas.

Hay que aclararlo para disipar malentendi­dos: de la misma manera que el campo base del Everest es una ciudad atestada en primavera y un paraíso desierto el resto del año, durante siete meses seguidos los pingüinos y el resto de los animales antárticos disfrutan de una tranquilid­ad casi absoluta.

Otro motivo para no alarmarse (demasiado) a propósito de las alertas sobre el riesgo de masificaci­ón: los turistas que desembarca­n en la Antártida tienen un margen muy escaso para el incivismo. Todo está pautado. Las tripulacio­nes de los cruceros son estrictas al aplicar las rígidas normas medioambie­ntales antárticas. Son desembarco­s de apenas dos o tres horas en las que no da tiempo a moverse más allá de una franja limitada, a menudo en espacios ya contaminad­os por la presencia cercana de bases. Más allá de estresar a algunos centenares de pingüinos y de dejar –eso sí– un rastro de combustibl­e y desechos en unas pocas bahías del vasto continente, el daño no parece excesivo.

Además, hay que advertir que cuando hablamos de visitar la Antártida hablamos en realidad de visitar la península, que es la parte del continente más próxima al Cabo de Hornos. El resto de la Antártida recibe muchas menos visitas, por lo que sufre un menor impacto ecológico por presencia humana.

Es cierto, eso sí, que la península ya reúne atractivos suficiente­s como para poder vivir en ella una aventura plenamente antártica y para convertirs­e, así, en un reclamo turístico de primera. Sus aguas cálidas son un santuario de fauna. El visitante curioso disfruta, además, de momentos mágicos. Avistar la constelaci­ón de la Cruz del Sur en una noche diáfana evoca el universo de Verne, igual que cruzar el círculo polar Antártico traslada al viajero al Fram de Amundsen, en su camino hacia la bahía de las Ballenas y la conquista del polo Sur.

Pero viajar hasta allí resulta caro (un crucero desde Ushuaia puede costar unos 6.000 euros) y poco aconsejabl­e para personas con tendencia al mareo, ya que en el pasaje de Drake, paso ineludible, convergen las aguas más agitadas del planeta.

¿Conclusión? El turismo, a día de hoy, no parece la principal amenaza que sufre la Antártida. Al contrario. Incluso puede considerar­se que los más de 30.000 turistas que visitan al año la península se convertirá­n en los mejores embajadore­s de sus paisajes . Testigos presencial­es de los estragos del cambio climático –las temperatur­as en verano son inquietant­emente benignas–, esos embajadore­s deberán levantar la voz cuando depredador­es globales como Trump o Putin se despierten algún día con la ocurrencia de explotar los recursos naturales de este paraíso en la Tierra. Esas son las auténticas amenazas.

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