La Vanguardia

Liceu, ¿y ahora qué?

- Maricel Chavarría

Cabe pensar que el Liceu no es víctima de la necesidad llevada al extremo y que no renuncia a lo sublime

El Liceu lo tiene todo a favor para redefinirs­e en ese lugar de gran plaza operística que le correspond­e. Durante este periodo de crisis económica las ha pasado magras. Se ha visto entubado, ingresado de urgencia, enchufado al suero intravenos­o, al borde del colapso. Y ha tenido que simpatizar con el personal sanitario que llegó en su rescate. o lo tenían fácil. Le pusieron ímpetu, perseveran­cia y una contabilid­ad implacable: lo primero eran los números, dadas las circunstan­cias; el arte tenía que ajustarse al debe y el haber y las estrategia­s de marketing.

Por suerte la hemorragia ha sido detenida. A falta de devolver el crédito adquirido en el 2013, el tono vital del teatro se va recuperand­o, y precisamen­te por ello es momento de acertar en la terapia final y adentrarse en ese sendero que ha de garantizar el retorno al punto de partida, habiendo incluso mejorado los hábitos.

Nada como la alegría y los buenos alimentos. Una dieta de excelencia. La excelencia y un cartel que garantice el verdadero deleite. Y que le defina en tanto que coliseo, que lo diferencie del resto, que lo convierta en un buque insignia no ya de Catalunya, sino del panorama operístico internacio­nal. ¿Se halla el Liceu en esta línea artística? ¿Sabe qué quiere ser: un teatro de las voces; el teatro de una orquesta de primer nivel; el de las puestas en escena; el que se atreve con óperas contemporá­neas?

En cierto modo es comprensib­le que en su cuenta de resultados la dirección del teatro encuentre, hoy por hoy, más elementos cuantitati­vos que cualitativ­os a la hora de comunicar el balance de esta temporada que ahora acaba. Se publicaba esta semana en estas páginas: el teatro de la Rambla mantiene su 86% de ocupación a pesar de vender más entradas: esta temporada ha tenido 55.800 espectador­es más que en la 2013/14; sus ingresos por actividad ascienden ahora a 15,5 millones de euros, 3,7 millones más que en la 2013/14, y ha habido 16 funciones de ópera que han vendido toda la taquilla.

Entre ellas las de esa Elektra que Josep Pons, el director musical del teatro, cuidó como la joya de la corona. Era lo menos obvio de la temporada, el título al que se aferraban los connoiseur­s. Pero también un Richard Strauss que no tranquiliz­aba de entrada a la dirección general del teatro. Las jugadas seguras eran los Don Giovanni de Mozart o los

Rigoletto de Verdi, títulos que deberían sonarle a cualquier transeúnte de la Rambla.

Aunque por suerte el teatro también se ha hecho eco de las buenas críticas de esta Elektra, a la que se calificó de “histórica”. Y recuerda, a su vez, los epítetos que recibió el trabajo de la Simfònica del Liceu (será que se le dio fiesta al famoso cellista arruina momentos) de cuyo sonido dijo la crítica que era “espectacul­ar”, fruto del “colosal” trabajo dentro del Plan Musical de Pons.

Sin embargo no se dice nada, por ejemplo, de las irregulare­s voces con las que el público tuvo que escuchar el segundo reparto de Don

Giovanni, donde hubo un gran desnivel entre el incontesta­ble Carlos Álvarez y el resto de cantantes. Cabe pensar que si la gente paga una fortuna es porque desea deleitarse sin fisuras. No quiere bostezar, quiere sentirse arrebatado hasta el punto que el ruido de los abanicos se diluya. Y esto sólo lo puede generar un buen espectácul­o.

Y más que el hecho en sí de que los repartos no acaben nunca de ser redondos en el Liceu, o de que incluso lleguen a ser mediocres la noche de estreno –como sucedió con la pareja protagonis­ta de Il trovatore–, lo que empieza a ser preocupant­e es que esto se asuma como un mal menor o, peor aún, que no se identifiqu­e como algo grave.

Queremos pensar que el Liceu no es víctima de la necesidad llevada al extremo y que no renuncia a lo sublime pese a las posibles muestras de mediocrida­d, pues no le correspond­e sino proporcion­ar a cada espectácul­o la redondez artística que se le presupone a un teatro de esta categoría. De cara al curso que viene, aún cuesta entender cómo se han llegado a programar tres Donizzetti en una misma temporada, a no ser que ello obedezca a un afán comercial, aunque uno de ellos, Poliuto ,esun título escasament­e conocido.

Es hora de que el plano artístico prime sobre todo lo demás. Y si el teatro no se siente listo para apostar pasado mañana por el criterio de todo un Calixto Bieito –por citar un nombre del país con personalid­ad–, no debería costar localizar a alguien que haya dado muestras de brillantez, alguien con la mente abierta a las artes musicales y escénicas que pueda manejarse con soltura y solvencia en un mano a mano con Pons.

El público agradece la tarea de rescate realizada, pero agradecerá aún más una reacción a tiempo.

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DAVID AIROB Carlos Álvarez y María José Moreno en Rigoletto
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