El futuro estaba aquí
Todo estaba más lejos entonces, pero eso lo sabemos ahora, sumergidos en la revolución tecnológica más abrumadora de la historia. En el verano del 92, las ciudades todavía trasladaban un aire de misterio. La lejanía no era una abstracción trasnochada, a pesar de los enormes progresos en el transporte y las comunicaciones. Si algo definía al planeta era la incomunicación impuesta por los dos grandes bloques que surgieron de la segunda Guerra Mundial. Pocas veces el mundo había sido más hermético que en los últimos 50 años del siglo XX. Lo inexplorado era tan grande como lo conocido.
El derrumbe soviético cambió la historia y la percepción del mundo, convertido en el escenario de una novedosa cercanía, inspirada por los acontecimientos políticos y el impacto de los sucesivos descubrimientos tecnológicos: desde la telefonía móvil a internet. Aunque inevitablemente se asocian los Juegos a la regeneración urbanística de Barcelona, el despegue del deporte español y el ingreso en la modernidad del último país europeo gobernado por un dictador, su alcance tuvo una magnitud planetaria, tanto en el ámbito deportivo, como en el social y el económico.
Sabemos que la actual Barcelona es producto, con todas las ventajas y los inconvenientes, de sus Juegos. Siempre fue una ciudad bellísima, pero aquel radiante verano produjo la masiva fascinación actual. No se vio una nube hasta la última hora del último día. Un sol clemente presidió los días y las competiciones. De las noches se encargó la gente y la mediterránea, que permitió otra notable originalidad de los Juegos, no acotados en el perímetro de un parque olímpico. Cada noche, una marea de gente se derramaba desde Montjuïc hasta los últimos confines de la ciudad. No había horas para tanta fiesta.
Es probable que aquellas noches invitaran a la imagen hedonista que el mundo tiene ahora de Barcelona. Es seguro que los Juegos no estuvieron marcados por una estrella. No hubo un Phelps, un Bolt, un Spitz. En el estadio sólo se batió un récord individual, el del estadounidense Kevin Young en los 400 metros vallas. Ha durado más que el récord de Beamon, pero nadie se acuerda ni de la marca, ni de Young.
Aquellos Juegos celebraron más la espontaneidad que los récords. Cómo olvidar la rabia y la emoción incontenible de la argelina Hassiba Boulmerka, perseguida y amenazada en su país por los fundamentalistas. “¡Lo hice! ¡Y ahora matadme, si queréis, pero será demasiado tarde! ¡He hecho historia!”, gritó a los cuatro vientos después de ganar los 1.500 metros.
Cómo olvidar al cuatrocentista británico Derek Redmond, uno de los mejores de su generación y quizá el más desafortunado. Un tirón muscular le dejó postrado en la pista en las semifinales. Se levantó y trató de correr. Quería terminar la carrera como fuera, y hacerlo con dignidad. Su padre bajó por las gradas, saltó a la pista, se deshizo de los guardias de seguridad y abrazó a su hijo, al que ayudó a cubrir los últimos 300 metros de su vida como atleta. Nadie se atrevió a detenerlos. Una emoción incontenible se adueñó de Montjuïc. Ese momento, de una humanidad insuperable, definió Barcelona’92 más que cualquier récord.
Un mundo nuevo se abrió en el 92. Los deportistas rusos compitieron bajo el pabellón de la CEI, el nombre que se dio al equipo que representaba a las antiguas repúblicas soviéticas. Sudáfrica acudió por vez primera a los Juegos desde 1964. Nelson Mandela y Fidel Castro visitaron Barcelona. Alemania participó por fin unida. China se acreditó como una formidable potencia mundial. La NBA envió a todas sus estrellas, con Magic, Bird y Jordan a la cabeza, para enviar un mensaje de globalidad y de transformación: los Juegos abandonaron en Barcelona su sagrada relación con el amateurismo. Albergar los Juegos Olímpicos se convirtió en una obsesión para las mayores ciudades del mundo. Concedía el estatus de prestigio y autoridad que había desaparecido entre 1972 y 1992. En gran medida, de todo eso trató Barcelona’92, del final de una época y el comienzo del vertiginoso mundo que conocemos ahora.
El padre de Derek Redmond le ayudó a recorrer los últimos metros en un instante emotivo